RECUERDOS DEL ASFALTO: Hallazgo en un contenedor de basuras
Fue aquella tarde en que el Venancio y yo subíamos el terraplén por donde se accede y abandona la escombrera en busca de cualquier material olvidado, cualquier deshecho que se haya hurtado a los ojos voraces de los traperos y los lampones, esos que andan siempre escarbando en las pordioserías, en busca de toda clase de latón que reluzca, del resplandor de cualquier vidrio, del mecanismo inservible de cualquier muñeca articulada, o, codiciosos, entre la morralla de mecánicos y electricistas, tras cualsefuera jierro que se pueda mercar al peso en las hojalaterias. Si era esa tarde en que las nubes parecían de cobre fundido y el azul del cielo desfallecia entre el verdoso crepúsculo que buscaba ya las sombras, una tarde calurosa de poniente aunque se hallaba el otoño bien avanzado, y subiamos por el terraplen arrastrando Venancio el carretón y yo el desvencijado coche de niño, ese que desecharían los padres porque la criatura ya estaría bastante crecida y que habíamos habilitado para transportar lo que fuera de menor bulto, pero que tuviera algún valor y pudiese ser aceptado en los almacenes de herrumbre o de recicle, porque para el papel y el cartón, por su volumen, nos viene mejor el carricoche del Venancio. El viejo cochecito había transpotado ya las cosas más inverosimiles, desde zapatos a hornillos, calefactores que ya no darían más calor o cualquier enser o cachivache que pudieramos utilizar en la chabola, y que nos pudiera servir para ir tirando. Porque la chabola me gusta mantenerla en condiciones para que malvivan lo menos posible la Eulalia y los chavales, y aunque les falten tantas cosas, no carezcan de lo más imprescindible. Porque si yo no procuro por ellos, quién va a procurar. Y para eso el cochecito me viene de perlas, pues asociado a la ayuda que proporciona el Venancio con su carretón, al cabo del día podemos sonsacar algo que echar a la boca, con lo que olvidarnos por un poco de tanta gazuza y tanta indigencia. Pero aquella tarde, ya digo,no pensábamos sacar nada de cuidado, porque el día anterior habia sido de suerte y yo había encontrado, bajo el peso de un buen racimo de hediondas bolsas de basura, algunas de ellas rajadas por donde asomaban detritus de cabezas de pescado recomidas por los gatos, y entre jirones de trapajos y otras zarandajas, una minicadena en la que la radio funcionaba a tope y los cedés también deberían de oirse, pero como no teníamos ninguno a mano no los pudimos comprobar. Porque sería chachi escuchar la guitarra del Gigala o el cante rajao del Camarón, pero, como tantas veces digo, la única música que escuchamos en la chabola es la de los de los gorriones que nos despiertan en la mañana y el ronroreo interminable de la fábrica de harina, que no cesa un minuto de moler y moler, muela contra muela, con un run-run que se mete en los sesos. Pero esta mañana, ya digo, hemos puesto la radio por primera vez y hemos escuchado las noticias del mundo, que no entendemos. Y entonces pienso que el Venancio tuvo mejor suerte, porque encontro una cazadora de piel, bastante rozada en los codos, pero que le viene de perillas y desde que la encontró no se la quita de encima. Esa tarde, pues, de alguna manera estábamos satistechos y no buscábamos con el ahinco de los días de rigor, por eso fue una casualidad que lo encontráramos. Sí, fue su llanto; si no hubiera sido por su llanto, quizá no hubieramos reparado en él, puesto que se hallaba oculto bajo el deshecho, entre el mogollón de la bolsas de basura de esas todas iguales que venden el los supermecados. Fue el Venencio quien los halló, quien destripó las bolsas en que venía envuelto casi sin poder respirar; porque la madre que lo parió seguramente contaba conque el fruto de su desentrañado vientre moriría de asfixia y luego se pudríría entre el deshecho pestilente del vertedero.
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