Mi primer contacto con la memoria deAlphonse de Lamartine se remonta a mi breve época de estudiante, cuando cursaba la asignatura de literatura francesa, en el instituto. Su busto romántico se destacaba resuelto en el grabado que encabezaba el texto inserto en el extracto a él dedicado del manual, atendiendo a una emuladora pose byroniana. Pues no cabe dudar de que el poeta inglés ejerció sobre el francés una marcada influencia, como ocurriera con otros tantos poetas de su generación. También como Byron, la personalidad de Lamartine adquiere un carácter polifacético, tanto humana como literariamente. Ambos fueron hombres comprometidos con su tiempo, lo que los llevó a un acercamiento al estamento donde se toman las decisiones. Uno y otro fueron miembros de los parlamentos de sus respectivos paises, y si bien en el inglés su trayectoria estuvo marcada por una notoria falta de vocación, en Lamartine su celo le llevó a ocupar algunos cargos de cierta relevancia. Finalmente su tránsito por la política se confundió con su obra literaria, dejándonos en este aspecto un testimonio tan reseñable como su Historia de la Revolución Francesa.
Lamartine destaca como poeta, trayendo por primera vez el movimiento romántico a la poesía en Francia; se marca una tarea como novelista, faceta de la cual conozco sus obras Rafael y Graziella, en las cuales intenta alcanzar con su lirismo el altar de la belleza, por medio de una prosa maquillada que pretende ahondar en los cánones de la literarura tonal, entendiendo que tal concepto musical pueda trasladarse como categoría de la prosa. Además, se le conoce su faceta como narrador de libros de viajes, en cuya produción entra su Viaje a Jerusalén.
Para disfrutar de este libro singular debemos apartar de nosotros todos los prejuicios, todos los lugares comunes que hayamos acordado sobre el poeta y político francés, y descorrer el velo de la imaginación romántica. Pronto nos veremos envueltos en una fascinante aventura, en la que nos introducirá el viajero, a caballo de su prosa estilizada y sugerente, cuya rica paleta logrará tranportarnos a unas latitudes legendarias, enmarcadas en ese halo inquietante del misterio romántico. Lamartine es ese característico trotamundos de su época, cuya aventura encuadra perfectamente con otras travesías, como la de Childe Harold, Andersen, o Gautier, y se erige en uno de los pioneros de los viajes a oriente.
Su periplo, tan alejado de las burguesas excursiones posteriores, observa esa faceta de lo aventurero y arriesgado, de viaje a través de lo desconocido al interior de uno mismo, de descubrimiento de unos paisajes vedados a la apacible urbanidad europea. A través de sus ojos contemplaremos los inusuales colores del crepúsculo sobre la Palestina, el esplendor de legendarias ciudades enclavadas sobre escarpadas lomas, presidiendo áridos valles, las polvorientas travesias por el desierto rehuyendo el acoso de los bandidos árabes o turcos, la resonancia de Acre, los vestigios de Cesarea, el cosmopolitismo de Haffa, las aguas vivificadoras del Tiberiades y la turbulencia espumosa del Jordán. Y al final de todo, mitica, hurtándose, asolada por la peste, Jerusalén, en toda su solemnidad de ciudad sagrada, entre cuyas calles, palacios, fuentes y rincones cobró significación el mundo y donde el testimonio de sus piedras todavía nos habla de Jesucristo, huella que ya no podrá borrarse nunca del espíritu del viajero.
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