Quien ha nacido a orillas del Mediterráneo, no puede soportar una estancia prolongada lejos del mar. Como para aquel singular joven de tierra adentro, Ismael, todos los caminos y corrientes conducen al mar. El mar, la mar, ese sustantivo hemafrodita, constituye un camino indefinido y esperanzado para la libertad. Desde muy joven, al contemplarlo, se despertaba en mí una profunda ensoñación. Su inmensidad me hacía concebir que en sus latidudes eran posibles todas las veredas. Siguiéndolas, podría alcanzar esa plenitud de vida que tanto deseaba.
Algunos de los momentos más gratificantes de mi adolescencia transcurrieron contemplando, en la darsena del puerto, el flujo de las embarcaciones, siguiendo la cotidianidad de la vida en los muelles, la intimidad de aquellos que habían elegido transcurrir sus días en el interior del casco de un velero y surcando el mundo en un periplo de pintoresquismo fascinante, fondeando en las bahías más inverosímiles. En aquellos momentos en que el alma efervecía, imaginaba cómo sería mi vida de navegante, de país en país, enrolado en un mercante, siguiendo la rosa de los vientos, persiguiendo la brújula de la aventura. Desvelaba el exotismo de los paises ultramarinos, el bullicio de sus puertos cosmopolitas en los que era posible recabar una experiencia de vida verdaderamente inusual y pletórica. Cuando el hombre es joven, su alma se encuentra ávida de experiencia. Su único deseo es llenarla con ese festín con que se colorea el paisaje del mundo, un mundo que se reconoce lleno de promesas y en el que en cualquier sentido es lícita la felicidad. Sólo más tarde se descubrirá que la vida es dolor y, entonces, todos los paisajes pretendidos se desdibujarán, y nuestra esperanza se tornará amargo desdén.
No importa, sigo creyendo en el mar, en su infinito azul de promesas, donde el barco de la ilusión te lleve a alcanzar los cielos en los que aún es posible el gozo, donde la vida se vista de los colores de lo extraordinario y los surcos de espuma te conduzcan hasta las radas del paraíso. Mientras el hombre aliente, el sueño siempre le acompaña, ese sueño que, al mirar el mar desde el alto acantilado, nos habla de la infinitud de su azul, de esa contingencia interminable que abarca la posibilidad de muchos mundos, de esas vidas que quisimos vivir y que se agostaron de añoranza en las escalinatas del muelle. Pero todo es finito, menos tu eternidad, Mediterráneo; porque siempre traerás desde tu cuna legendaria la invitación de que en los horizontes que tú abres reside ese milagro capaz de transformar la vida.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario