Confieso que Jack London, durante mi juventud, formaba parte de ese olimpo de mis escritores de culto, junto Dostoyevsky y Hermman Hesse. Leía con fruición sus obras, porque su periplo humano me parecía de los más fascinantes dentro del ámbito de la literatura. London era todo lo contrario al escritor de salón; era el cantor de los grandes espacios, un mentor entusiasmado de la naturaleza, desde el Jukón hasta los mares del sur; pero así mismo era un lúcido observador de la naturaleza humana, de las íntimas realidades del alma. Baste rastrear en novelas tales como el Lobo de Mar, Martin Eden, o sobre todo en El Vagabundo de las Estrellas. En esa época juvenil se nos descubre todo el potencial que resguarda nuestra alma, constreñida de común por las limitadas dimensiones de lo cotidiano, de lo más inmediato.
London penetra en nuestro universo con su fascinación biográfica; se nos presenta como esa personalidad intrépida que nos hubiese gustado ser. Apuró lo que pudo del mundo, hasta su última esencia; desafió todas las barreras hasta encontrarse con sus propias limitaciones. Quiso conocer cuanto le rodeaba e indagar en el fondo de su verdad. Desde las vertientes heladas de Jukón a la placentera serenidad de la islas polinesias, lo llevaron su pasos inquietos e inquietantes, dispuesto a rasgar el velo de la belleza primigenia, para averiguar qué se encuentra tras su seductora apariencia. Surcó los mares y los lugares desiertos, se confundió en el homiguero de las ciudades y apuró el cáliz alienante de sus destinos. Sumido en el embrutecimiento del trabajo fabril, se familiarizó con los abismos del alcohol, que abrieron las veredas ensombrecidas de su futuro y alcanzó su meta luchando a brazo partido con el mar tenebroso y embravecido de la sobredosis. Quizá tras los estériles paisajes de la desolación, se encuentren las islas de la Esperanza, donde el vivir tenga un sentido y se alcance la medida de la plenitud.
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