La isla de Capri es uno de esos lugares donde uno se siente vivir plenamente. Rebosa el encanto necesario para hacerte soñar. Cuando uno, que puede gozar de tan fascinador entorno tan solo unas breves horas, abandona la isla, se llevará consigo el extracto indispensable de ilusión para hacertela añorar en muy corto plazo.
Confieso que, si bien nunca llegó a seducirme el atractivo popular de Nápoles, Capri me conquistó con rotundidad de flechazo. Estar en Capri supone una experiencia irrenunciable y una infusión de óptimismo que hará reverdecer recomendables esperanzas. No en vano la escogieron como residencia los emperadores Augusto y Tiberio, convencidos de que allí se restablecía la savia más nutricia para la vitalidad y constituía un seguro antídoto para el pesimismo. Allí senadores desengañados y generales estresados recomponían el deslabazado puzzel de sus inquinas y descalabros, y retornaban recompuestos a sus mezquinas funciones en la Galia o la Mauritania. Cuando el ejercicio proconsular les hastiaba, no tenían más que cerrar los ojos e imaginar el panorama de Capri desde el monte Solaro, respirar su brisa y embeberse con los aromas de sus jardines y frondas.
Nunca el Mediterráneo nos pareció tan bello como cuando se lo contempla desde el promontorio de los jardines de Augusto o desde alguna de las terrazas que se descuelgan hasta marina grande. En verdad. la bahía de Nápoles, con el Vesubio de fondo, es un goce tanto para la vista como para el espíritu, que parece flotar entre el cromatismo de sus azules como el delfín sobre las espumas de un mar embravecido. En Capri el mar nos llena de plenitudes, de variedad de azules: turquesas, cobaltos, violados. Las marinas más bellas nacen de su paleta; su acuarela nos propone posibilidades infinitas, hasta que nos obliga a descansar de su impacto totalizador de azul. Y qué mejor lugar para hacerlo que la piazzeta. Allí saborearemos un café fredo en la terraza del Caso, y nos reconciliaremos con todos aquellos que pudieron hacer de Capri su morada, aunque fuera interinamente: poetas como Neruda, Malaparte o Axel Munthe, millonarios como Onasis, o actores de paso como Carl Gable o Sofía Loren, que nos confortaron con su versión pintoresca y lisonjera de la isla.
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