Gimferrer es uno de los poetas modernos con los que uno se siente cómodo. Su poética, tras superar el primer impacto de algunas audaces metáforas e insólitas asociaciones, fácilmente se familiariza con nuestro espíritu y corre como un vino alegre por nuestras venas. Además, comparte con nosotros su fascinación por Venecia.
La Venecia de Gimferrer, filtrada por la paleta impresionista de Fortuny, es un espacio vagaroso, tetradimensional, transitado por recurrentes personajes que van asomándose indisciplinadamente al espejismo del relato, a la fascinación del escenario. Del brazo del poeta recorren las áreas y rincones venecianos, deambulan insomnes la plaza de San Marco y los aledaños del barrio. Siguiendo sus pasos, los sorprendemos atravesando el puente de San Moisè, dejando a sus espaldas la filigrana barroca de su iglesia; desde lo alto del puente observan el transcurso de las góndolas por el fiume y vigilan las pinceladas indecisas de un pintor aficionado, enfrascado en una tela cuyo contenido se nos hurta. Virando en una esquina, a través de una callejuela estrecha, alcanzan la plaza de la Fenice, en cuyo teatro se representa Il due Foscari, con escenografía de Fortuny. En el espacio mítico de su escenario, podemos intuir las graves glorias pasadas de la ciudad, pues la Fenice es el aleph donde la ciudad se sueña a sí misma.
El dia de Venecia muere de ensoñación y de crepúsculo. Lamido por el oro viejo del sol que baña la plaza de San Marco, camina un Wagner vacilante, envejecido, cardiopático; en sus labios irrumpen balbucientes algunos compases del Parsifal, en concreto la entrada solemne de los caballeros del grial. Ha dejado el Lavena, como el fugitivo que abandona los jardines de Klingsor y, seguido de Cosima y el pequeño Sigfried, regresa a la góndola de Luigi, que lo conducirá hasta los muros ambiciosos y seguros del Vendramin. Allí garabateará los excelsos y culminantes compases de una música del porvenir, pero tras cuya límpida melodia, agazapado, amenaza el trítono en sordina de la muerte.
Hasta un campo desolado, a primeras horas de la mañana, seguimos el paseo azaroso de un conspicuo visitante parisino; es el Proust que busca y rebusca entre las piedras de Venecia un tiempo fugitivo. Sobre el muro de un palazzo de ventanales gótico-bizantinos observa la placa que celebra el fasto y óbito de Cimarosa, a quien también se le fue un tiempo acaso nunca recobrado. A Proust se le viene a la memoria un aria del Matrinonio Secreto. Es el pequeño poso que ha quedado en su alma del gran músico. Más tarde, desoyendo la nostalgia de esas músicas, el caminante se perderá en el laberinto por siempre hermético de la ciudad, ese cuyo celo custodia su secreto: ese alquímico crisol donde se fragua el milagro de Venecia. Recorrerá costrosos callejones, estrechos canales hediondos, en busca acaso de esa posibilidad que nunca ha encontrado en su vida. Al fin, harto de buscar, retornará al palazzo Barbaro, para tomar el té con los ingleses. Allí un mayestático pero comedido James, le hablará entre sigilos del extraño manuscrito de un tal Aspern.
Es la noche. Venecia suelta su aromada cabellera y se viste de brocado. Un velo de seda blanca cubre sus desnudeces algo ajadas de cortesana. En realidad, no cuentan las ásperas horas que son, sino esos fugaces instantes que fueron, en los cuales se alcanzó el sortilegio de lo eterno, que acaso no sea sino ese devenir constante y azogado del río de Heráclito, ese cuya ilusión trata de plasmar Fortuny, lienzo tras lienzo, vivencia tras vivencia.
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