No es que le costara sonreír, es que, aunque se esforzara, le resultaba más que imposible esbozar siquiera una sonrisa
Poseía fotos, en ese bagaje de recuerdos disecados en papel kódak que todos poseemos, donde aparece de niño, sonriente frente al objetivo del fotógrafo. ¿Que había ocurrido, pues, para que esta circunstancia se hubiera vuelto inviable?
No recordaba cuándo había reparado en este pormenor. Quizá repasando las fotos de los últimos años. Sus fotos de carnet se le antojaban horripilantes; en ellas aparecía un rostro que le costaba trabajo reconocer. Un rostro avejentado, fláccido, que adoptaba una aseriada mueca. No se reconocía, porque su memoria solía observarse en el espejo de su juventud. Entonces, aún podía sonreír; poseía las pruebas gráficas de que así era. No como ahora, cuando se observaba con agrio gesto, asomando su cabeza entre otras muchas, en las fotos anuales de la comida de empresa. En éstas, cuando el fotógrafo dispone el objetivo e invita a enfatizar la sonrisa en ese Cheese o patata tan tópicos, él por mucho que intenta disciplinar los músculos para que articulen la sonrisa, solo logra componer un amargo gesto, casi un rictus.
Es un rictus que le preocupa, casi le atormenta; calcula que es ese poso que ha dejado en su fisonomía el dolor de los años, el resumen de la vida...; y siente terror. ¿ Será quizá que en esa mueca comience a configurarse lo que será el último gesto, ese que ya no nos es propio y que nos modela la máscara impersonal de la muerte?
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