Efraín Carrasco camina lentamente, valiéndose de un liviano bastón. Es un hombre ya viejo, curtido por sus vicios y los pesares de la vida. Aunque tiene los pulmones de sobra castigados, fuma. Siempre se le ve pasar con un resignado estoicismo, manteniendo encendido el cigarrete en la boca. Efraín es magro, algo cetrino y no muy bajo. Es hombre de calle. Aunque mantiene un cuartucho en la pensión Segarra, a un precio de miseria, suele vérsele callejear a cualquier hora. Cuando vuelvo del trabajo, a las tantas, suelo tropezarlo cuando va de retirada, embuchado en su ajado anorat y con un cojín en la mano. Ese mismo cojín con el que acostumbra a acomodarse en los rincones donde el sol acaricia y puede resguardarse del rigor de las frías corrientes. Cuando marcho a la fábrica, lo descubro acurrucado en el escalón del local ubicado en el chaflán de la esquina, donde abre un negocio un tanto inusual, dedicado a vestuario e impedimenta militar. Se comprende que Efraín guste acurrucarse en semejante nido, pues hay un detalle en su indumentaria que dice mucho sobre él. Se cubre la cabeza con una gorra militar de faena, sobre cuya visera se distingue la insignia del ejercito de tierra, arma de infantería.
Al contemplar al Efraín de ahora, desaseado, achacoso, quemado por el alcohol, solitario como un perro vagabundo, cualquiera diría que alguna vez fuera joven. Pero lo fue, en efecto. Un joven bien plantado, y valeroso y dispuesto a saborear de pleno el torrente de la vida. Era uno de esos hombres que no se dejan intimidar por el miedo, de los que miran la vida de frente y no escatiman de ella ni sus gozos ni sus dolores. Un temperamento fuerte como el de Efraín, de esos que maduran pronto, no tardó en descubrir sus capacidades y su sed de aventura. Vivía con una madre regañona y una tía, austera y silenciosa que nunca se casó; perdió al padre siendo joven, de quien dio cuenta el vacilo de Koch. Trabajó en una cerámica, luego de peón, vendiendo hielo, de descargador en el puerto. En este último trabajo se le presentó acaso la posibilidad de un futuro, pero al morir también al poco la madre, la ineludible mili vino a llevarselo. En Cartagena embarcó para el norte de África. Alli sirvió como soldado raso en los regulares de Tetuán. Pronto comprendió que la vida militar estaba echa para él. El ejercicio, la disciplina, la aventura; el ardor guerrero, la camaradería, las golfas correrías de los pases de fin de semana. Porque la vida militar ensalzaba unos postulados que el compartía: el valor, el gusto por el riesgo, el desapego de una vida acomodaticia, el cultivo de los vicios masculinos, y además significaba el remedo de un nuevo hogar entre los muros del pabellón de la compañía.
Como Efraín había asistido poco a la escuela, sabia que los galones de la vida militar le estaban vedados, al menos por los cauces ordinarios. Pero también sabía que cabía la posibilidad de una guerra. Que éstas eran el yunque donde se probaban las verdaderas capacidades de un soldado. Sin embargo, las guerras de África ya estaban lejanas, y la guerra civil, aunque reciente, a él le había pillado siendo un bebé. En cualquier caso, pese a los imponderables, el seguía soñando con alcanzar algún día esa gloria reservada a los valientes. Por eso, cuando terminó su servicio obligatorio, como se sentía tan apegado a la vida castrense, se reenganchó, apuntándose en la legión. Al parecer le iba el rollo de la bandera, el santísimo, el pecho descubierto, la cabra, los tatuajes y el marcial paso legionario. Juró bandera como tal en un regimiento de la "extranjera" asentado en Larache. No tardó en adaptarse al nuevo y exigente ritmo de vida. Gozaba dentro de sí la incertidumbre de la aventura,el estímulo de las marchas interminables por los parajes desérticos, las escaramuzas con las tribus, la fraternidad que crea entre los hombres la amenaza del peligro. Porque corrían por el campamento sangrientas leyendas sobre los beduinos, el recuerdo de carnicerías perpetradas durante imprevisibles emboscadas; se hablaba de patrullas pasadas a cuchillo, degolladas, castradas y mutiladas. Efraín en aquel ambiente exótico se sintió de perlas; fueron los mejores años de su vida. Pero como hasta con la aventura se envejece, los mandos cuando ya no lo consideraron apto para el servicio, le concedieron la licencia. Y el viejo legionario regresó a España. Se vio inmerso en una sociedad que no le comprendía; quiso reintegrarse al mundo laboral, pero no encontró empleo apropiado. Así, trampeando y malviviendo, le llegó la jubilación. Tuvo una media mujer; no tuvo hijos. La vida se le había ido como un soplo. Le queda más bien poco: un cuerpo desgastado, un corazón malherido, la visión de un campo yermo que vendrá tras la muerte. Y para matar el poco tiempo que le queda, callejea, se sienta en una banqueta junto al contenedor de basuras y allí pasa las horas muertas; medita sobre aquello que se le fue y no pudo retener. Si el viento arrecia, se sujeta su vieja gorra militar , no sea que una corriente traicionera se le lleve el único cacho de ilusión que le queda, aunque éste pertenezca ya únicamente al recuerdo.