La tarde se llena de duelo,
escondida tras el negro velo
que enjuga las lágrimas del cielo.
De angustias encoge su luto,
y entre su maraña un rayo enjuto
irradia un resplandor disoluto.
El campo solemne se tiende,
ocres labrantíos y prados verdes,
aguardando el chubasco que aliente
sus eras infecundas, su monte agreste.
La lluvía derrama su caudal sombrío
cuando el ferrocarril el llano camino
de La Mancha ve expedito;
lo confirman los altos molinos,
los campos que rasean sin destino,
el blanco de una venta, lo yermos
que Quijano creyó huertos,
la soledad y los vastos silencios.
En el cielo de crespones doloridos
se abre un rodal impreciso
donde el sol guarda sus rayos escondidos.
Como la espada de un arcángel la luz realza
un claro horizonte de esperanza,
resplandores de vida que disipan la borrasca.
Ya se anuncia la árida ruta
de la tierra alicantina, lo secos torrentes,
el albo monte, la crespa cumbre
donde señorea la aguja de una ermita.
Ya se siente el mar, siempre fiel a la cita.
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