Te veo caminar en el recuerdo bajo la fina llovizna,
cuando entre las brumas oscurecían las luces de la tarde.
La vida de entonces sometida a una ruda disciplina,
a cada paso un incierto porvenir por delante.
Sabías que algún día muchas cosas cambiarían,
aunque el dolor, fiel amigo, mantendría su constante.
Tus ojos miraban largo porque eras joven;
sabías que tras ese horizonte vendría otro horizonte.
¿Cómo no creer que resta tanta esperanza
cuando en el crisol del corazón se funden todas las pasiones?
La calle humedecida, el calor familiar de los mesones,
la vertical certeza de la torre de la catedral,
las campanadas lánguidas en el misterio del ocaso,
los rincones y nostalgias en los vericuetos de Oviedo.
La vida tan indómita dinamitaba tus entrañas
y los pájaros de tu cabeza surcaban cielos de desesperanza;
tomabas la jarra de cerveza como el cetme de tu fatalidad:
tenías madera de cobarde, de víctima en la hora de la refriega.
Quisieron enseñarte que eras nada,
un superfluo número oscilante en la pizarra de la estrategia,
carne a inmolar en el ajedrez de una ofensiva.
Por fortuna, todo aquello no pasó de un juego.
No traquetearon los fusiles homicidas
ni los obuses del holocausto reventaron sus entrañas de muerte,
ni la sangre derramó sus regueros fatales,
ni el alma enfermó en el frenesí de su locura.
¿Quién sabe? Entonces no fuiste feliz,
pero no dejaste de ser Francisco.
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