Los que nos disponíamos a disfrutar el sábado ovetense, habíamos cenado un buen filete con huevos y patatas y nos proponíamos apurar la noche hasta sus tuétanos, con tal de que en el frenesí consiguiéramos olvidar el acre sabor cuartelario. Cubata tras cubata diluíamos su deje y aflojábamos un tanto el rigor de los grilletes de la disciplina. Para ello contábamos con un aliado asturiano, Arturo, un civil, hombre ya maduro al que habían enrollado Blas y Muñoz. Seguramente lo conocieron cualquier sábado noche en alguna de las discotecas de Vetusta. Arturo, curtido en todas las patrañas de la vida, nos abría las puertas secretas de Oviedo y financiaba los pequeños vicios: pagaba los cubatas e invitaba a alguna china que otra. Entre nosotros hablábamos de cine, arte en el que, al parecer, había hecho sus pinitos, no recuerdo si como actor o productor con Jorge Grau. Si entablabas cierta intimidad con él, tal vez llegara incluso a presentarte alguna chavala cañón. Para nosotros, foráneos sin nada, Arturo suponía el todo: la posibilidad de sacar algo en claro en la árida travesía de la mili.
Yo, en el cuartel, había conseguido mi única parcela de libertad con la lectura. Leía en el tiempo libre, tras la fajina o en las guardias, entre servicio y servicio. Casi siempre llevaba algún libro en el bolsillo lateral del pantalón de faena. Los fines de semana, como no tenía más huevos que permanecer en Oviedo, continuaba leyendo, en el bar Sevilla o en el parque de San Francisco cuando hacía bueno. A los veintiuno yo ya era un lector curtido, había leído a Hesse, a Mann, a Nietzsche, a Sartre, y tanto y tanto...era un chivo leído pero que por lo demás no se comía una rosca. Aunque como decía Blas "de Otero", me quedaba la palabra. Me creía ateo y compartía mis inquietudes con Tomás Gil París, en nuestras cenas en el bar Zeus. Durante las sobremesas debatíamos sobre literatura y camaradería. Nuestra relación decayó cuando a él lo hicieron gastador y lo trasladaron de Compañía.
En las Compañías reinaba la libertad vigilada. Era obvio que querían anular al individuo en favor del sumiso recluta. Continuamente se producían inspecciones vejatorias por parte de los mandos, que trataban de destruir cualquier atisbo de intimidad. Algún Alférez se mosqueó cuando husmeando en mi taquilla tropezó con un libro de Nietzsche; frunció el entrecejo y me interrogó chascado. Aunque es seguro que yo no fuera el único garbanzo negro, pues conocía el caso de quien, morado de porros, paseaba las tétricas sendas y las hediondas criptas sicodélicas de Lovecraft. La cultura en la mili era de lo más variopinto. Abundaban los legos, pero también se leía. Como se conocía mi vicio por los libros, uno que se licenció me regaló un ejemplar de Narciso y Goldmundo. Desafortunadamente, el libro estaba en pésimas condiciones, fofo y lleno de manchas, alguna de ellas sospechosa. A pesar de ello lo leí, y me complació como cualquier texto de Hesse, bajo cuya influencia, cuando viajé a Alicante durante el permiso veraniego, adquirí esa obra fundamental y conclusiva del escritor germano: El Juego de los Abalorios. El libro viajó en mi petate hasta Oviedo. Allí comencé a leerlo, con lentitud, pues su lectura me resultaba difícil. Aquella noche lluviosa lo llevaba conmigo, bajo la cazadora. En la discoteca Nirvana bebí y fumé, charlé por los codos con Blas, con Arturo; no sé si braceé como un troglodita obedeciendo al pulso sincopado de la música disco, y fingí ser un Travolta sin conseguir el tierno abrazo de ninguna mujer. Cuando en el túnel de la embriaguez tuve un instante lúcido caí en la cuenta de que el libro del Juego de los Abalorios ya no estaba bajo mi cazadora. Ésta pérdida, junto a otras más esenciales, fue una de las que conformaron la ominosa experiencia de mi
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