Reivindicación de Gluck
La historia de la música me estaba hurtando un nombre. Este tipo de historias concebidas no se sabe a ciencia cierta sobre qué criterios, suelen trazar más bien a capricho el índice de su Olimpo particular. Al neófito que acude a una enseñanza somera y superficial de la música no le debe extrañar lo que le cuente cualquier maestrillo de titulación dudosa. En la historia elemental de la música que llegó a mi conocimiento, el gran ciclo se iniciaba en el barroco con las figuras capitales de Bach y Haendel, y pasaba sin nada más a reseñar al clasicismo de Morazt y Haydn. Obviamente, nada tenemos en contra de que semejantes colosos encabecen el patriciado de la música, pero habría que advertir que en ese intervalo se inmiscuye una figura esencial en la historia del arte de Euterpe, sin la cual el desarrollo de la opera no hubiera conocido su moderna concepción y su dignidad más venerada. Pues sí, ese eslabón perdido no es ni más ni menos que Christoph Willibald Gluck, el hombre que devolvió a la ópera la pureza originaria y la impregnó con el pathos de la antigua tragedia. Sin su música, no hubiera existido Il Don Giovanni de Mozart ni acaso Wagner hubiera podido consolidar su drama musical. La significación de Gluck en la música es tan notoria, que resulta inverosímil pasar ante su figura sin consideración alguna y como de carrerilla. La conciencia operística pomposa que ha creado una mitomanía de equívocos oropeles y solo se complace en el brillo efímero del abalorio, debería reconocer la veta de noble metal del que surgieron composiciones de la más acendrada sinceridad y belleza, tales como Orfeo y Euridice, Alceste o las Ifigenias . No cabe más ante Gluck que quitarse el sombrero.
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