Mar de infancia, mar de adolescencia

Acaricio la idea de escribir un cuaderno de poemas dedicado al mar, como en su día lo hizo Rafael Alberti con su libro Marinero en tierra. El mío indudablemente sería un poemario distinto, pues nuestras visiones del mar divergen. Para Alberti es un mar de infancia; el mio sería uno de adolescencia. El anhelo de mar despertó en mí con el descontento juvenil, cuando buscaba distintos horizontes para la huida. Encontraba en el mar ese futuro nostálgico donde se cumplían los sueños, sueños teñidos con la incandescencia de la pasión. En las aguas del ideal comenzaba una singladura a la que se lanzaba un nuevo Quijano de los océanos. En el puerto contemplaba embelesado el tráfico de los barcos, que traían sus mercancías desde exóticos parajes, bajo banderas mercenarias, Panama, Liberia...Durante sus periplos atracaban en sonoros enclaves: Tombuctú, Mogadiscio, Rangún. Sus tripulaciones pertenecían a diversas nacionalidades. Abundaba la marinería griega, y algún errabundo irlandés, con los que tuve contacto mientras merodeaba la dársena. A alguno acompañé hasta los bares licenciosos, o conocí su biografía deambulando sin rumbo por la ciudad. En alguno creí reconocer a un Harry Haller reconvertido en lobo marino.
Siempre vuelvo al mar, o el mar siempre me espera, cuando toca el tiempo de soñar. De niño no tenía necesidad de soñar; mis afectos se concretaban en la tierra, en esa periferia agreste que todavía rodeaba la ciudad. Si iba a la playa, era para excavar con una pala en sus arenas. La sed de mar vino luego, cuando mis ojos precisaban de nuevos horizontes, y mis ansias, del viaje. He escrito algunos poemas sobre el mar, porque es una presencia constante, porque si aguzara el oído escucharía el rumor de sus olas rompiendo al borde de la ciudad, porque en su extensión se confunde mi necesidad de amar, porque en sus aguas cada mañana reverbera ese sol de la esperanza. Sí, algún día escribiré un largo poema sobre el mar, cuando el vaivén de sus olas vengan a acompasar el vértigo de mi alma.

El mal samaritano

El mal samaritano
¡Perdóname! Porque tantas veces
llamaste a mi puerta
y no te abrí, tuviste
sed y no la sacié, hambre
y no te alimenté, soledad
que no acompañé.
Porque un día estuviste
enfermo y no te socorrí,
quebrantado por lágrimas
que no enjugué, aterido
y sin un techo que no supe compartir.
No dejes, pues, que en el camino,
si te hallo otra vez herido y maltratado,
pase de largo como el Leví.

El Eros

El Eros
El Eros transfigura la realidad tornando lo mísero deseable. Por eso en el hombre se dan dos conciencias inconciliables. Y también por eso nos aferramos a las decrepitudes de la carne, evitando los caminos de lo imperecedero. Pero todo ello no deja de ser una mera ilusión.

Género Negro

Género Negro
Veo en YouTube un reportaje sobre Raymond Chandler. Nada sería la novela negra sin su aportación; a él se deben las más sugestivas tramas y el perfil del mejor personaje, Philip Marlowe.
Se dice que Hammett  fue su inventor y Chandler su encumbrador. Solo ellos eran la verdadera novela; lo demás no pasa de plagio. Toda tentativa de emularlos acaba en el fiasco. El vigor de aquella novela oscilaba en unas coordenadas de tiempo y crisis. Fue, sin duda, hija del "gran crack" y sus consecuencias. Aquella sociedad fracturada y paupérrima fue su caldo de cultivo. De ella nacieron febriles personajes como "el gordo" y Joel Cairo, perseguidores acérrimos de una entelequia: el mítico "halcón" fraguado con el material con que se forjan los sueños. Sin duda, es la frase más feliz de El halcón maltés de Houston, acaso porque a Hammett tal definición le pareciera abusiva. La frase en Chandler es más concisa, modesta y escéptica, aunque seductora y bífida.  Ambos autores nos son más cercanos por el cine, aunque todavía pertenecieran a un tiempo donde se consumían con fruición los folletines  de a dolar. Aún pervivía el gran tiempo de la letra impresa. En nuestros días el último gran devorador del género fue Onetti. Consumía,ejemplar tras ejemplar, tendido en la cama, con el cigarrillo colgándole del labio y el vaso de vino en la mesilla de noche, junto a un ruidoso reloj despertador, de esos de campanilla, que solía sonar estridente, en el medio del tedio de la madrugada insomne. Porque el uruguayo no tenía horas fijas para escribir, y a veces ese deseo le asaltaba a mitad de la duermevela, mientras imaginaba las vicisitudes de los pobladores de Santa María, colección de ciudadanos condicionados por la desengañada realidad de sus vidas. Aquella noche, Onetti no podía dormir. Ni el vino que lo sumía en una modorra muy parecida al sueño conseguía entonces relajarlo. Desvelado, cogió una novelita de las que yacían en el suelo, junto a la cama, sin fijarse mucho en la elección. Abrió la página por la señal de lectura, donde la dejara días atrás. Como en las novelas del género, la trama era bastante intrincada. Desmenuzaba la vida anodina de un escritor de novela galante, adicto a la morfina, cuyo matrimonio se hallaba en entredicho. Sabía que su mujer lo engañaba. Incluso sospechaba de quién podría ser su amante, miembro conspicuo de su mismo club. Ignoraba cómo habían llegado a conocerse. Pero se conocían. Una caja de fósforos del club, con un número de teléfono escrito en el anverso había aparecido en la repisa de la chimenea. No eran suyos, porque él no fumaba. Lo guardó en el bolsillo y no dijo nada a Greta. Sabía que sus visitas se prodigaban cuando él salía de casa, por algún compromiso con su editor o por sus frecuentes visitas clínicas, debido a su salud delicada. Imaginaba fingir una salida y regresar al poco tiempo para cogerlos infraganti. Sabría entonces lo que debería de hacer. Había limpiado y aceitado su vieja pistola, cuya licencia formalizara tras el robo perpetrado en la vivienda años atrás. Desde que estuvo consciente de la infidelidad, guardaba la pistola no muy lejos de sí, para tenerla a mano llegado el momento. Mientras recreaba cómo sería la escena -la brusca apertura de la puerta, los cuerpos de los amantes solazándose en el sofá-, degustaba el diario jerez, imprescindible para sujetar unos nervios que de otro modo se crisparían. Pero entre sorbo y sorbo, degustando detenidamente el licor, notó cierta aspereza en su bouquet. Una idea repentina le llenó de espanto. ¿Acaso los amantes no habrían tratado de adelantarse y buscaban consolidar su situación, eliminándole?...Onetti dio un amargo sorbo del rescoldo de vino, de esa botella más vacía que llena. Le había entrado cierto desasosiego, como una inquietud paranoide. Apartó las sábanas, introdujo los pies huesudos en las pantuflas y fue a mirar en la habitación de al lado. Abrió y vio a Dolly, que tendida sobre la cama dormía profundamente.

Es carnaval

Es carnaval. La gente desciende las calles embutidos en disfraces comprados en los bazares. Los hombres aparentan osados bucaneros; las mujeres, lagartas. O los hombres aparentan trasvestidas lagartas y las mujeres atildados mancebos  de smoking. Todo vale en carnaval, preámbulo de esa cuaresma que desemboca en la semana de Pasión, que hoy pasa por ser otro carnaval. Camino entre la muchedumbre como si conmigo no fuera tal cosa. Ya nada me dicen las solemnidades sociales ni sus bacanales. A otro perro con ese hueso. Los jóvenes celebran sus fastos porque reconocen lejanos el dolor y la muerte.  Pero Tántalo y las Parcas siempre están al acecho.
Se escuchan atronadores tambores de sarao brasileiro. Hoy día hasta el regocijo se ha globalizado.
Discurro por la acera junto a una procesión de máscaras que ocupan la calzada, escoltados por la policía. Tales manifestaciones me parecen todas iguales, sean cívicas o politizadas. En España parece que el festejo ya se adelantó con la farándula catalana. Cuando se es joven cualquier nimiedad merece festejarla; de mayor comprendes que hay muy pocas cosas que festejar, si acaso aquellas que nada tienen que ver con las que se consideran a los veinte, a los treinta y a los cuarenta.
La orgía te arrastra con la libidinosa corriente de su infortunio. Cuando te liberas de su yugo alienador, comprendes lo fútil de su naturaleza. El sexo es ese tirano que sólo conduce al descarrío,
a la sublevación del instinto frente equilibrio cabal de la persona. Los griegos sabían mucho de estas cosas, de las arbitrariedades de Dioniso contra la mesura de Apolo. Hoy se considera todo una novedad, olvidando que el mundo y el hombre son milenarios.
Me alejo del tumulto, pese a que no dejo de tropezarme algún enmascarado que otro. La noche es fría. Apetece entrar en algún lugar climatizado. En los grandes almacenes echo la Primitiva y hojeo algunos libros. Me causa perplejidad la extraña literatura que lee la gente. Cada vez creo menos en la política. En el presupuesto se gastan millones en educación, para luego idiotizar a la masa con la novelería más extraña. Yo debo resultar una rara avis. El hombre es un animal político, pero por los rincones de las plazas aún se puede observar el tonel de algún cínico. Toda singularidad conduce a la soledad. Alejarse de los patrones pautados genera la incomprensión de tus congéneres. Pues como señaló Visconti, de boca del profesor de Grupo de familia en un interior: Los cuervos viajan en bandada, el águila vuela sola.

Collage

En el mercadillo dominical he conseguido por 1 euro un ejemplar del Tercer ojo, de T. Lobsang Rampa, que leí durante mi juventud; algunos de sus capítulos en el asiento de un autobús que me trasladaba a Valencia. Porque Valencia fue como la Nueva York de aquellas tiernas edades y Rampa el guru que descifraba lo inverosímil del mundo. Después de haber leído a Hermann Hesse y su Siddhartha, los relatos del lama tibetano despertaban a la recóndita fascinación del espíritu. Recuerdo vagamente el asunto del Tercer ojo como algo relacionado con cierta facultad de la glándula pineal, que permanece atrofiada en los occidentales. Solo los iniciados tienen acceso a la cosmovisión que se deriva del uso adecuado  de tal órgano. Recuerdo que leí la novela con inocente credulidad, sin dudar ni un momento de la honestidad de Rampa y creyendo a pies juntillas cuanto su sabiduría milenaria considerara apropiado imbuirme. Sus estampas tibetanas estaban repletas de pintoresca fascinación y paradisíaca utopía, al reflejar el cotidiano bullir de aquella Shangrilá idílica, tal y como se nos describía en el libro la hermética Lhasa. Jamás sospechamos que una biografía tan pormenorizada ocultara un secreto inconfesable. Solo mucho más tarde averiguamos que el supuesto lama Lobsang Rampa era un fontanero de Montreal o Toronto que se consideraba la reencarnación del supuesto lama, cuyo espíritu le dictaba los secretos ancestrales de Himalaya. Pero, como diría Billy Wilder, nadie es perfecto.

Sé que esta historia de Rampa es sorprendente, pero no más de lo que uno tiene que oír referente a la intelectualidad española. Siguiendo YouTube me adentro en la biblioteca de uno de nuestros sabios más reconocidos: Antonio Escohotado, hombre verdaderamente singular. Reconozco no haberlo leído, pues los temas que aborda en sus libros puede decirse que me resbalan bastante. Ni las drogas ni el marxismo son santos de mi devoción. Pero sin minusvalorar la envergadura intelectual de Escohotado, hay que reconocer que sus predilecciones te pueden dejar perplejo. Ha profundizado en los temas más farragosos de la cultura y el pensamiento, cultivando de este último
la más(aterradora iba a utilizar) austera preferencia, pues sus filosofos fundamentales son nada más y nada menos que Aristóteles, Hegel y Freud. A uno que siente algunas afinidades con el idealismo, sea platónico o Alemán, encuentra tal elección en las antípodas. Lo de Aristoteles y Freud puede en último término ser aceptable al gusto, pero qué puede encontrarse de fascinante en el abstruso discurso de la Fenomenología del espíritu, en ese galimatías que ya censurara Schopenhauer, o en el plúmbeo mamotreto doctoral de Las lecciones de la filosofía de la historia universal.  Lo cierto es que, sobre gustos, nada hay escrito, y no sé si lo diría Billy Wilder.

Por eso volvemos otra vez a Vargas Llosa, aunque como novelador no acaba de convencernos del todo. Adquiero en una librería Low cost su libro La tía Julía y el escribidor. Quizá su novela más biográfica, y seguramente la que más interesa socialmente, mientras no se desmarque al escritor de los asuntos de faldas, pues tiene morbo su casi coqueteo con lo incestuoso y  su integración al cuché rosa de la Presley. La novela reserva esa expectación que ha de deparar toda confesión personal y mantiene la amenidad familiar de lo biográfico. Cuando su lectura me pesa, busco otros paisajes, como los que me descubre Josep Plá en sus Cartas de lejos, con ese estilo minucioso y coloquial. El escritor ampurdanés no tiene parangón.

Luego, me adentro, como si tal cosa, en los pormenores de la república romana que trata el libro de historia antigua de la UNED. Roma es un tema que nunca se agota, y siempre reserva alguna anécdota capaz de sorprendernos, como la de la LUXURIA de sus clases dirigentes. Se dice que Cicerón pagó medio millón de sestercios por una mesa de madera de limonero, para embellecer alguna de sus villas dispersas por el territorio italiano, seguramente en Toscana o Campania, pues en la vieja Roma ya se conocía aquello de la "dolce vita". Cicerón, Cicerón, ¿no te bastaban tus riquezas que aún necesitabas consolarte con el "Sueño de Scipión"?  La verdad, y concluyendo, habría que confirmar que el día dio algo más de sí, pero tampoco hay que ser tan minucioso, como también se diría en otro guión de Billy Wilder.


A proposito de Diamonds and Rust, de Joan Baez

Esta semana he vivido en casa el "revival" de Joan Baez. Para ello desempolvé un viejo casette donde recordar sus viejas melodias y seguí su pista por YouTube. La cantante tal vez encarne lo más positivo de los años 60 y 70 del pasado siglo. Su voz juvenil, de una frescura nada común, nos trajo las más hermosas baladas para aquellas generaciones inconformes. Recientemente he escrito por ahí que la voz de Joan Baez nos hace respirar los prados del paraíso. Naturalmente me refiero a su voz de juventud, refrescante como la más bonancible de las brisas. Lo digo, porque llevado por la euforia actual por la cantante, he adquirido en unos grandes almacenes un disco que recoge The best of Joan Baez. Es una producción moderna, interpretada por una Joan Baez madura. Aquellos límpidos cielos sobre la tupida pradera floreada por donde discurren las cristalinas aguas de un riachuelo, adónde fueron. Son canciones con una orquestación moderna y esmerada, pero donde ya no palpita la radiante pureza que penetraba hasta el corazón. Creo que existe la canción bisagra que separa estas dos realidades, inevitables  para ella como para cualquiera, que procura el paso demoledor del tiempo. La canción es Diamonds and Rust, en ella Baez vuelca el todo de sí misma como cantante y como persona. La canción es un poema extraordinario, lleno de inquietud y de pesar existencial, donde se difumina la pureza cristalina de su voz inocente y vital. Si antaño su timbre alcanzaba las transparentes alturas de los cerros virginales, donde respirar la mística comunión y dándonos a conocer con convicción su inocencia y esperanza, en Diamonds and Rust se ensombrece con el matiz del desengaño y la duda. Creo que es su canción más sincera, o al menos la de alguien que ya ha experimentado la ambigüedad del tejido de la vida y que después de arder en sus ascuas, se ha consumido en la frialdad de sus cenizas. El poema es directo pero receloso, recordándonos que los beneficios del amor nunca podrán trascender la impenetrable soledad.  Su música nos envuelve en la indefinición de lo cotidiano, cuyo pulso desigual explicita. Se cree que la canción denuncia la pasada relación de la cantante con el flamante Nobel, Bob Dylan, a cuyo estilo musical se acerca. En un principio creí que la canción era letra y música del autor de Blowing in the Wind, por lo que me causó sorpresa la autoría de Baez, cuyo manejo del material poético y la envoltura de la música son envidiables.