Veo en YouTube un reportaje sobre Raymond Chandler. Nada sería la novela negra sin su aportación; a él se deben las más sugestivas tramas y el perfil del mejor personaje, Philip Marlowe.
Se dice que Hammett fue su inventor y Chandler su encumbrador. Solo ellos eran la verdadera novela; lo demás no pasa de plagio. Toda tentativa de emularlos acaba en el fiasco. El vigor de aquella novela oscilaba en unas coordenadas de tiempo y crisis. Fue, sin duda, hija del "gran crack" y sus consecuencias. Aquella sociedad fracturada y paupérrima fue su caldo de cultivo. De ella nacieron febriles personajes como "el gordo" y Joel Cairo, perseguidores acérrimos de una entelequia: el mítico "halcón" fraguado con el material con que se forjan los sueños. Sin duda, es la frase más feliz de El halcón maltés de Houston, acaso porque a Hammett tal definición le pareciera abusiva. La frase en Chandler es más concisa, modesta y escéptica, aunque seductora y bífida. Ambos autores nos son más cercanos por el cine, aunque todavía pertenecieran a un tiempo donde se consumían con fruición los folletines de a dolar. Aún pervivía el gran tiempo de la letra impresa. En nuestros días el último gran devorador del género fue Onetti. Consumía,ejemplar tras ejemplar, tendido en la cama, con el cigarrillo colgándole del labio y el vaso de vino en la mesilla de noche, junto a un ruidoso reloj despertador, de esos de campanilla, que solía sonar estridente, en el medio del tedio de la madrugada insomne. Porque el uruguayo no tenía horas fijas para escribir, y a veces ese deseo le asaltaba a mitad de la duermevela, mientras imaginaba las vicisitudes de los pobladores de Santa María, colección de ciudadanos condicionados por la desengañada realidad de sus vidas. Aquella noche, Onetti no podía dormir. Ni el vino que lo sumía en una modorra muy parecida al sueño conseguía entonces relajarlo. Desvelado, cogió una novelita de las que yacían en el suelo, junto a la cama, sin fijarse mucho en la elección. Abrió la página por la señal de lectura, donde la dejara días atrás. Como en las novelas del género, la trama era bastante intrincada. Desmenuzaba la vida anodina de un escritor de novela galante, adicto a la morfina, cuyo matrimonio se hallaba en entredicho. Sabía que su mujer lo engañaba. Incluso sospechaba de quién podría ser su amante, miembro conspicuo de su mismo club. Ignoraba cómo habían llegado a conocerse. Pero se conocían. Una caja de fósforos del club, con un número de teléfono escrito en el anverso había aparecido en la repisa de la chimenea. No eran suyos, porque él no fumaba. Lo guardó en el bolsillo y no dijo nada a Greta. Sabía que sus visitas se prodigaban cuando él salía de casa, por algún compromiso con su editor o por sus frecuentes visitas clínicas, debido a su salud delicada. Imaginaba fingir una salida y regresar al poco tiempo para cogerlos infraganti. Sabría entonces lo que debería de hacer. Había limpiado y aceitado su vieja pistola, cuya licencia formalizara tras el robo perpetrado en la vivienda años atrás. Desde que estuvo consciente de la infidelidad, guardaba la pistola no muy lejos de sí, para tenerla a mano llegado el momento. Mientras recreaba cómo sería la escena -la brusca apertura de la puerta, los cuerpos de los amantes solazándose en el sofá-, degustaba el diario jerez, imprescindible para sujetar unos nervios que de otro modo se crisparían. Pero entre sorbo y sorbo, degustando detenidamente el licor, notó cierta aspereza en su bouquet. Una idea repentina le llenó de espanto. ¿Acaso los amantes no habrían tratado de adelantarse y buscaban consolidar su situación, eliminándole?...Onetti dio un amargo sorbo del rescoldo de vino, de esa botella más vacía que llena. Le había entrado cierto desasosiego, como una inquietud paranoide. Apartó las sábanas, introdujo los pies huesudos en las pantuflas y fue a mirar en la habitación de al lado. Abrió y vio a Dolly, que tendida sobre la cama dormía profundamente.
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