Hay libros sobre los que uno reflexiona mucho antes de decidirse a escribir una reseña sobre ellos, particularmente porque la tarea parece desbordarnos. Vacilamos sobre si estaremos a altura de la obra, que en cualquier caso excede con mucho a nuestras competencias. En cuanto al libro que he tenido entre manos esta última quincena, reconozco que para asimilarlo en su conjunto se precisan ciertos conocimientos específicos de los que debo confesar que carezco.
El libro en cuestión es La tumba de Tutankhamón, del arqueólogo Howard Carter. Tuve un ejemplar del mismo, de la editorial Destino, durante largo tiempo en mi biblioteca. Pese a que lo compré guiado por una secreta curiosidad, originada en gran parte por los comentarios oídos acerca del mismo y por el eco de las misteriosas leyendas que lo acompañaban, nunca me decidí a leerlo y permaneció apelmazado entre otros volúmenes de Historia Antigua. Finalmente, lo regalé o presté a un pariente, desapareciendo de mi entorno y sin ser nunca echado de menos, hasta que las vicisitudes intelectuales me hicieron retornar de nuevo a uno de los grandes temas de la historiografía antigua: Egipto. Como digo, rebusqué por los anaqueles de mi biblioteca en su busca sin resultado, hasta que recordé haberlo prestado, o regalado quizá, y que si quería volver a recuperarlo no me cabía otra opción que la de volverlo a adquirir. No me costó trabajo encontrarlo en una librería de lance. La versión a la que tuve acceso es la de la National Geographic, cuya traducción parece cedida por editorial Destino.
En realidad, yo tenía ciertas reticencias respecto al libro, debido a su éxito reconocido y a la gran acogida popular que ha avalado su divulgación. Pero, al cabo del tiempo, y después de dilatar el encuentro, esquivando por oportunos y preventivos atajos el momento, he aquí el libro se halló entre mis manos. Pronto me atrapó su amenidad, ya desde el preámbulo de su descripción del Valle de los Reyes y de la veintena o treintena de tumbas faraónicas que acoge. Con gran destreza, nos sitúa históricamente y describe la semblanza de algunos de los reyes allí enterrados. Nos recuerda, seguidamente, la labor de los distintos arqueólogos que se han ocupado del Valle. Desde las figuras legendarias de Mariette y Belzoni, pasando por Flinders Petrie hasta llegar a la concienzuda labor del norteamericano Davies, que removió de cabo a cabo el Valle. Después de su ingente labor, nadie creía que la necropolis tebana pudiera reportar alguna nueva sorpresa. Tan solo la fe de un Egiptólogo, lord Carnarvon, y de un arqueólogo, Howard Carter, apostaba por lo contrario. Ya en el Valle, Carnarvon y Carter rebuscaron a conciencia en el terreno, revolvieron entre el escombro acumulado por otras tumbas, hasta que su celo enconado dio su fruto. En uno de los montículos de la orografía accidentada del Valle, disimulada en una ladera, descubrieron la entrada de una sepultura que parecía inexplorada. Ese fue el milagro del hallazgo de la tumba de Tutankhamon. Sepultura que parecía haberse librado del saqueo de los profanadores de tumbas. Nunca esperaron ni Carnarvon ni Carter cuál sería la magnitud su hallazgo. Pues lo que ocultaban aquellos tabiques sellados cambiaría el concepto y la dimensión de la egiptología. Todas las sepulturas halladas hasta entonces habían llegado esquilmadas por la contumacia expoliadora de los saqueadores. Ni los más afamados faraones, de temible memoria, habían intimidado a los ladrones en su execrable afán. Un 70% del oro y las gemas del antiguo Egipto había sido sustraídas durante el curso de la historia. Lo que Carter develó tras derribar el definitivo tabique sellado fue un regalo sin precio para la historia y la ciencia. Tuvo que profanar tres mil años de silencio. El ojo de Osiris seguramente los miraba. Dejemos, sin embargo, a la conciencia las consideraciones morales que acaso conlleva perturbar el sueño eterno de uno de los amados hijos de Ra. Pero aquel espacio no mancillado durante milenios guardaba el mayor tesoro arqueológico dado jamás al hombre. El secreto de aquella vieja civilización sería al fin penetrado. ¿ Cuál no sería la grandiosidad de Egipto cuando de la tumba de aquel modesto faraón se extraían tales maravillas?
El libro de Howard Carter es en todos los sentidos modélico. Tras de su lectura, quedarás ya por siempre cautivado por aquella misteriosa civilización cuyos pilares afirmaron el progreso de la humanidad. Egipto dejará de ser ese civilización curiosa perdida en la vastedad del desierto, para convertirse en un apasionado estudio que aportará una nueva vuelta de tuerca a tu vida y poblara de encantos y maravillas la avidez de tu espíritu. Carnarvon y Carter acaso murieran por la maldición del faraon como se dice, pero lo que su iniciativa aportó a la humanidad es un legado
imposible de evaluar.
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