El papa con su bendición Urbi et Orbe ha dado por finalizada la semana de Pasión. Nada me dicen las liturgias y las procesiones, pero pude ver la luna plena la otra noche, esa misma luna llena que iluminó los padecimientos de Jesús en Getsemaní o en el calvario del Gólgota. Ciertamente, esa noche su pálida lumbre rasgaría la nebulosa tiniebla y dejaría entrever los tres cadáveres crucificados, porque seguramente José de Arimatea reclamaría el cuerpo de Jesús a Pilatos el día siguiente al óbito. Aquella noche pareció haber muerto la esperanza. Los discípulos estaban confusos; huidos los más, aterrados ante las represalias del Sanedrín. Solo Juan, hijo de Zebedeo, acompañaba al duelo de mujeres que seguían al maestro: La madre, reflejando en el rostro la agonía de su hijo, y las demás Marías, para las que el amor prevalecía a todo temor. La más heterogénea muchedumbre se había congregado en aquella colina rodeando las cruces. No faltaban aquellos que le condenaron, queriendo ver su venganza satisfecha. Caifás y algunos miembros del concilio merodeaban como hienas hambrientas, refrendando con sus soberbias las contumacias de su crimen: "Desciende de esa cruz si eres hijo de Dios, y muéstranos la inmensidad de tu poder". El moribundo correspondía con su perdón a las afrentas, lo que no dejó de maravillar a algunos romanos, quizá aun a alguno de esos impúdicos que echaron suerte sobre sus vestidos. La sangre de sus pies resbalaba por el tronco de la cruz, hasta empapar la tierra, árida por el pecado. Al sentir su poder, los fundamentos temblaron, porque aquella era la savia que venía a redimir el mundo. Los ojos de María, cegados de lágrimas, buscaban entre la tiniebla que ensombrecía la tarde los ojos puros del Salvador, buscando reposar en ellos el pesar de su corazón.
Juan, descreía de que aquella historia que comenzó venturosa en el mar de Galilea tuviera un final tan adverso y cruento. Miraba a la cruz, y escuchaba atento las últimas voluntades de Jesús: ¡Madre, he ahí a tu hijo! ¡Hijo, he ahí a tu madre! La sed infinita del Cristo fue calmada con la acritud del vinagre. Su cuerpo llagado por el flagelo supuraba su encarnizado suplicio. Los verdugos descargaron sobre el reo su rencorosa iniquidad. Ni aún del Ecce hommo sintió piedad la inicua turba de Jerusalén. ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Reo de muerte, dócil caminó hacia su martirio, como cordero místico del último sacrificio. ¡Elí¡ ¡Elí! Lama sabactani. Dios mío, porque me has abandonado. Juan, al escucharlo, lo recordó caminando sobre el mar, amainando con su voz la furia de la tempestad. Las mujeres fieles no querían aceptar que Jesús se les iba, después de haber devuelto a tantos a la vida. Su fe balbuciente no concebía que aquel que había arrebatado a Lázaro del Hades se sumiera en la tiniebla eterna, dejando sus vidas huérfanas y sin esperanza. María de Magdala recordó su gozo de hacia unos días a las puertas de Jerusalén, cuando Jesús, hijo de David, entre hosannas y vítores era proclamado rey de Israel, el rey de reyes esperado. ¿Cómo el hijo de la promesa podía fenecer entre los inicuos? ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Consumatum est. María de Magdala no podía comprender, no, como tampoco comprendió cuando le vio dos días después en el sepulcro. La extrañeza de María es la que corresponde a tantos que no lo reconocemos cuando lo tropezamos en nuestro camino - acuciados por esos ojos que nos solicitan, por esas manos implorantes que nos reclaman-, cegados por un mundo que solo contempla su propio afán, la gloria pasajera de nuestra condición mortal, que nada valdría sin el rumor de esas trompetas que anuncian el retorno de El Mesías, transcendiendo la barrera de la muerte.
¡A ti la gloria, oh nuestro Señor!/¡A ti la victoria, gran Libertador!
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario