No he visitado el país del Nilo. No lo hice cuando tuve posibilidad, porque yo por entonces permanecía inmune al gusanillo de la egiptología. Quería conocer la vieja Europa, todos esos países envidiados mientras permanecimos aislados bajo la dictadura. De Europa, quedé deslumbrado por Italia y mis viajes se repitieron a la península apenina. La arqueología afloró allí, con la visita a Roma y Pompeya. Escudriñé muchos de los rincones del Foro y el Palatino y creía regresar en Pompeya a esos fascinantes años 70 d JC. Luego se fue consolidando mi interés por la arqueología durante mi visita a Grecia. Un país modesto, si se le compara con Italia, y donde hay que hacer un enorme esfuerzo para imaginarlo cómo fue en sus tiempos de máximo esplendor. La impiedad de los siglos y los terremotos lo han desdibujado. Sus viejas Polis yacen desmoronadas, las columnatas de sus magníficos templos esparcidas sobre un terreno yermo y condenadas al olvido como sus viejos dioses. En Micenas, milagrosamente, se mantiene en pie la puerta de los Leones, pues poco más de valor dejó Scheliemann tras sus excavaciones. En un museo se deja ver la mascarilla y alguna pieza del tesoro de Atreo. En las tumbas llamadas de Agamenón aún se puede presentir cierto misterio. Delfos es un laberinto de desorden. Del templo de Apolo apenas se mantiene una columna en pie. Nos queda memoria de su oráculo por la tradición historiográfica que nos ha llegado; y de la fuente de Castalia ya no mana el agua purificadora. Todo es así en Grecia, sujeta a la misma desolación que se advierte cuando se contempla el glorioso templo de Zeus olímpico derribado como un conjunto de bolos. Para sentirla viva, hemos de buscarla en los diálogos de Platón, en los textos de Heródoto y Tucídides, en la vitalidad de sus trágicos, en cuya obras se debate con autenticidad el pulso real del espíritu griego. Pero, insisto, lo que yo quería era hablar de Egipto, de ese país hermético, jeroglífico, surgido del "huevo original". Una civilización que cuesta entender, porque poco tiene que ver con el dynamos de occidente, donde se vive para lo inmediato. Difícil se nos hace comprender esa cultura de la muerte, la vastedad de su desierto, hendido por un gran río del que proviene toda actividad, dependiendo de sus crecidas. En sus riberas fértiles fecundó el grano que alimentó al mundo antiguo, y a lo largo de su curso se construyeron maravillas que asombrarían milenio tras milenio. Con Howard Carter nos adentramos en la fascinación arcana que rodea todos sus fundamentos, y cuyo secreto último esconde la oscuridad de la tumba, donde en el enigma de su silencio se concreta la verdad última del universo. La asunción del Ka a la eternidad de los dioses.
Hablemos de Egipto
Me he adentrado con Howard Carter en la tumba de Tutankhamón. Su hallazgo acaso constituyó uno de los últimos episodios románticos del siglo precedente. En el mundo parecen ya no quedar tesoros que desenterrar y sí de otras muchas cosas bastante más desagradables que convendría sepultar. Colaboré durante mi primera juventud en una excavación arqueológica, cuyo mayor logro fue el buen dinero que obtuvimos hasta que concluyó la financiación de aquella campaña. Descubrimos algunos cimientos en la aldea romana del Tosal de Manises, en la Albufereta alicantina.Pero aquellos eran unos tiempos donde los restos arqueológicos todavía no suponían un acicate para el turismo. ¿Quién nos iba a decir a nosotros que aquella minúscula aldea marinera del orbe romano serviría de base para un museo, de especial atractivo para muchos de los visitantes que hoy acuden a la capital de la Costa Blanca? Pero yo había iniciado esta reseña para hablar de Egipto.
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