Decía Bolaño que la lectura de los libros robados tenía un sabor especial; seguramente el gusto voluptuoso del bocado a la manzana de Eva. Por mi parte, he de añadir que no sabría explicar tal experiencia, pues que yo recuerde en mi biblioteca no consta ningún libro fruto de la criminalidad.
Mi biblioteca es una biblioteca tan personal, que tampoco se encuentran en ella ejemplares conseguidos por intercambios ni trapicheos. La fundamentan algunos volúmenes adquiridos durante mi juventud, pero la mayor parte de ella fue creciendo como consecuencia de un sueldo estable, a través de una transacción comercial ordinaria.
He de decir que en los últimos años ha aumentado por inercia de comprador compulsivo y por mi interés reciente por los libros de lance y un cierto prurito de coleccionista.
Estos libros de bajo coste me producen con su lectura una sensación tal vez análoga a la que Bolaño experimentaba con sus libros hurtados. Si la lectura del libro me satisface, obtengo una doble compensación, la del provecho intelectual y estético y la de saber que tan grandes beneficios apenas han supuesto sacrificio para mi bolsillo.
El inconveniente de las librerías de lance es que en ellas uno acaba por arramblar con obras cuyo máximo interés es su tentador precio, y que como mucho acabarán engrosando el rincón menos frecuentado de nuestra biblioteca. Esto es lo más probable que ocurra con el libro que he adquirido esta misma tarde, unas obras escogidas editadas por Aguilar de François Mauriac. Seguramente un autor de mérito, galardonado con el Nobel, hoy acaso injustamente mal valorado, pero al que muy a mi pesar habré de postergar debido al acuciante listado de libros que reclaman mi lectura. Desgraciadamente, siempre hay un orden de prioridades. Y eso que cierta curiosidad malsana me tienta a hundir el hocico en ese, sin la menor duda escabroso, Nido de víboras.
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