El ómnibus se retrasaba. Guarnieri aplastó la colilla oscilando la suela del zapato contra la acera. Eran los últimos momentos de la tarde, y temía demorarse y llegar al arrabal ya anochecido. Aunque los días ya empezaban a alargar, aún se hacia necesaria la prenda de abrigo. Sobre el cielo ceniciento trasparentaban unas pinceladas de azul. Tales claros presagiaban otra realidad distinta a la presente, de la cual no se puede huir. Introdujo las manos en los bolsillos y acarició el frío pesado del metal.
Meditaba sobre el largo trayecto que aún le esperaba hasta enfrentarse consigo mismo, esa rectilínea carretera entre bancales y jalonada de cipreses que conectaba las últimas viviendas de la ciudad con el suburbio. En éste destacaba la pobreza de las casas, muchas de ellas amenazando ruina, con bastantes calles sin asfaltar y que se llenaban de barro tras el menor aguacero. Todo era sórdido en el barrio de San Miguel, o el del cementerio, como se le conocía más familiarmente, porque colindaba con el principal camposanto de la ciudad. Tan ruinosos como las viviendas eran sus vecinos, sin oficio conocido muchos de ellos y dedicados al trapicheo y a las mercaderías ilícitas. El resto eran gitanos que habían fabricado sus chabolas al amparo de la clandestinidad.
Guarnieri, pues era uno de esos hombres a los que se conoce por el apellido y no por el nombre de pila, era aún joven, con la treintena recién cumplida, trabajador esporádico, y con una sola vocación, la de evadirse en la oscuridad de las salas de cine. Lo que empezó como una diversión dominguera, se había convertido para él en una afición enriquecedora que daba sentido y cierto propósito a sus ocios. Porque en éstos empeñaba sus mayores energías, pues en lo laboral divisaba un horizonte sin provecho. Todavía no se había sustraído al vicio del tabaco, ni al de la salidas nocturnas en donde el alcohol iba labrando pertinazmente su derrota. Había tratado alguna vez de escapar de aquel laberinto
de depravación y soledad, pero el vicio por la mujer le mantenía encadenado con sus posesivas tentaciones.
Todo hubiera sido tolerable, si no hubiera conocido a Rosita. Era casi una mujer del arroyo, pero esa misma fatalidad incitaba un deseo ciego de poseerla. La encontraba cada sábado en un pub del barrio viejo, sola como una tentación y dando tragos de whisky seco, a la manera de un hombre. Guarnieri sabia que con las mujeres normales no se llegaba a ninguna parte, pero que las que eran como Rosita guardaban alguna promesa desconocida. Y esa incertidumbre era la que lo hostigaba, la que le acuciaba a pretender una realidad distinta a su existencia mediocre, vacía y sin futuro, aunque de aquel canje no obtuviera ninguna mejoría. Con tales cartas sobre la mesa, no le costó mucho conseguir que la relación prosperara: varias noches de copas compartidas, algunas lisonjas y unas pocas promesas que se incumplirían.
Aun recordaba ese fatal tramo de carretera rectilínea, bajo una luna fría, que lo llevó la primera vez a compartir cama con Rosita. Fueron en un destartalado 4x4 que ella había comprado de segunda o tercera mano. En el lecho la encontró sudorosa y maloliente, con besos que sabían a bodega. Pudo haber renunciado, pero lo fascinó el mórbido lodo de la condenación. Se unieron carne con carne, pero él no llegó a saber si fue realmente suya. Nunca supo sus motivos, ni cegado por el celo llegó a valorar el verdadero fondo de su corazón.
Ahora, una vez más, iba a visitarla. Pero sabía de buena tinta que no estaba sola y que ambos lo estaban esperando. De él solo tenía referencias vagas; únicamente la certeza de que en el pasado había sido su hombre. Cuando el ómnibus cubrió una vez más la distancia entre la ciudad y el suburbio, Guarnieri descendió como quien acude a una cita impostergable con su médico, donde le van a revelar cuál va a ser su futuro. Caían las primeras sombras en la barriada, la noche era algo fresca y por las esquinas sólo se advertía la presencia de algún "camello" esperando clientela. Guarnieri enfiló la calle embarrada que conducía a la planta baja de Rosita. Frente a la puerta se extendía un rodalito de jardín inculto en el que alguna vez floreció una flor. No le dio tiempo a llamar; faltándole un buen tramo para la entrada, la puerta se abrió. Salió de ella un hombre, moreno, desconocido, con una sonrisa cínica torciéndole los labios. No se dijeron palabra, se miraron y Guarneri adivinó en el fondo de los ojos del extraño un reflejo que anunciaba su destino. Cuando bajó la mirada observó que en la mano del extraño relucía la hoja de un cuchillo. Guarnieri tanteó en su abrigo y descubrió la navaja que toda la mañana había barajado llevar, vencido por un temor. Su esgrima era de novato; antes de que su oponente se abalanzara sobre él acometiendo con el glacial acero, ya sabía que iba a morir.
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