He comprado un ensayo sobre Kafka, del Fondo de Cultura Económica. Ni siquiera lo he extraído de su envoltorio plástico. Pese a tratarse de un volumen de bolsillo, promete esconder entre sus páginas provechosa sustancia. La portada consta de un retrato del escritor con una alusión a los coleópteros de que trata el más popular de sus relatos. Porque la mayoría de los lectores del escritor checo se han aproximado hasta él a través de La Metamorfosis. Creo haber hecho alusión a mi particular experiencia en este mismo Blog. Contaba yo con quince años, y el pequeño ejemplar de Losada, traducido por Borges, me acompañaba bajo el pupitre del instituto. Tal veleidad no cayó en saco roto, pues ayudó a los profesores a esbozar mi perfil de alumno problemático. Fue un dardo a emplear, cuando mi padre fue a hablar con el profesorado tras mi renuncia a continuar los estudios. Yo pertenecía al grupo de los inadaptados, débil de carácter, presto a sucumbir bajo las dificultades de la vida. Los compañeros de clase no comprendían mi afición a la lectura, y hacían mofa del los primeros párrafos del relato. Creo que Kafka era si no el escritor apropiado si el más parejo a mi condición. ¿Un adolescente inseguro. tímido, que se sentía abandonado en un mundo hostil, incomprensible y sin respuestas, a qué otro confesor podía acudir si no aun alma gemela, igualmente desubicada en el cosmos, náufrago en el sinsentido de la existencia? Poco se diferenciaba Gregorio Sansa del joven Paquito Juliá, abrumado por los graves problemas de la vida, para él insolubles, y que no descartaba la posibilidad de que al despertar una mañana también se vería convertido en un escarabajo. Tal era su debilidad, que la vivencia cotidiana le suponía una carga y cualquier esfuerzo le llenaba de congoja. Con tal perspectiva no es extraño que cultivase cierta variedad de complejos, entre ellos el de inferioridad, pues se sentía insignificante ante las voluntades y certidumbres del mundo. No era raro, pues, que se sintiera en trance de ser aplastado como un escarabajo.
Hoy superados a trancas y barrancas los infortunios de la virtud y de la vida, rara vez releo a Kafka, entre otras cosas por eludir cualquier fantasma de ánimo depresivo. No hace poco recomencé la tribulación de Sansa, en ese mismo libro que me acompaña desde la adolescencia. Con Kafka se identifica cualquier hombre moderno, pues es paradigma de ese individuo resultado de la era postindustrial. Tras la revolución industrial el hombre perdió la unidad con el cosmos, se desvinculó de la naturaleza con la que guardaba relación de intimidad y cuyas leyes regían su conducta. Ese hombre desarraigado de su elemento natural, regido por unas leyes cuyo cumplimiento daban razón a la vivencia, se ve ahora por segunda vez arrojado del Paraíso, buscando como nuevo Caín a qué aferrarse para poder subsistir ante la incertidumbre que plantea el futuro. La nueva realidad ha quedado desfundamentada; tocará pues construir sobre un terreno inestable, el de la propia soledad y el de la conciencia escindida. Todo ha sido trastocado, los viejos dogmas ya no son concluyentes ni válidos. Impera un absurdo donde el hombre vaga perdido buscando la explicación en el misterio de ese castillo en cuyos pasadizos yerra y tras cuyas puertas nunca encontrará esa voz amable que lo tranquilice, que condescienda con él con un breve gesto compasivo. Porque el caos puede estar tan articulado como el cosmos. Y cualquier mañana podremos amanecer convertidos en escarabajos, despreciados e inmundos, sin hueco en el orden de los hombres comunes. Trataremos de reanudar la agenda cotidiana, pero el peso del caparazón nos lo impedirá. La vida del hombre postindustrial ha escapado de la certidumbre natural de la vigilia para extrañarse en la incongruencia del sueño. Acaso solo sea sueño el hombre industrial...
¿Qué será del hombre tecnológico?
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