Suena un CD de Strauss: la Sinfonía Alpina. Un buen tónico como para acabar el día. Ya no sabría cómo vivir sin música. Me he convertido en un stendhaliano diletante. Mis síndromes de Stendhal son habituales; suelen ocurrirme durante algunas manifestaciones de arte, y no siempre en Florencia.
Ver Florencia y morir. Slogan que se puede decir de unas cuantas ciudades de Italia. Yo sufrí ésos vértigos estéticos al contemplar la sacristía Nuova de Miguel Ángel. No sé si los Medici se la merecían, pues algunos de ellos dejan mucho que desear. El pasadizo entre el palazzo Vecchio y el Pitti, atravesando el puente sobre el Arno, habla bien a las claras de su discutida reputación y su temor a fenecer despedazados, a manos de la turba.
Comprendo la saudade stendhaliana por Italia. A mi me ocurre lo mismo; de vez en cuando me asalta la pasión de añorarla, de retornar a ella y conocerla más a fondo, volviendo más íntimos nuestros afectos. Y es que como he oído por ahí, Italia no es un país, es una emoción. Pocos lugares despiertan nuestros sentimientos más viscerales que contemplar en un primer golpe de vista la plaza de San Marco de Venecia. He oído de experiencias donde no faltó el correr de las lágrimas, junto a la más romántica melancolía. Así es Venecia, aunque algunos la consideren un nido de ratas.
Concluyo un libro sobre la batalla de Lepanto. Reconozco que de ella contamos con una visión bastante inexacta. Muchos la conocemos solo por la frase que lapidó Cervantes: ¡La más alta ocasión que vieron los siglos! En efecto, dicha victoria significa la más alta cota alcanzada por el imperio español de los Austrias. En ella Juan de Austria coronó el laurel del triunfo, masacrando nada más y nada menos que al infiel, terror de la cristiandad. El inmolado Carrero Blanco conmemoró el hecho en su singular libro La victoria del Cristo de Lepanto. Yo creo que la de Lepanto es una batalla que se viene repitiendo en el transcurso de los siglos. Acaso es siempre la misma batalla: Termópilas y Salamina, Accio, y Lepanto. Estuve en Lepanto. En esas aguas entrechocan las fuerzas tectónicas de oriente y occidente. Recuerdo esa mañana en un trasbordador cruzando el estrecho que separa la península Griega y el Peloponeso. En medio del mar creí divisar el espejismo de las dos escuadras, la de la Liga y la otomana trabadas entre una densa humareda, masacrándose a sangre y fuego, sin poner coto a la vorágine despiadada de la guerra. Creía divisar, digo, pero el mar estaba calmo, un sol rubicundo bendecía una mañana de completo solaz y estaba recién comenzado el siglo XXI. Muy atrás quedaban las dos flotas enemigas embistiéndose, despedazándose a cañonazos, abordándose bajo la consigna de no hay prisioneros; con el mismo Don Juan batiéndose espada en mano, sajando a cuanto turco le venía al alcance, o el futuro don Miguel, con su mano reventada por un arcabuzazo, pero saboreando con una sonrisa la miel de la victoria. Lo que me ha traído dicha lectura es el deseo de conocer Estambul-Constantinopla. Siempre hemos tenido a los turcos por esos bárbaros infieles, pero harenes como el de Topkapi no dejan de faltar en occidente. Estambul como Sevilla debe tener un sabor especial, y no solo el de la carne putrefacta de los Kebabs. Hagia Sofía y la maravilla del Bósforo recomiendan la visita.
Muchas cosas hoy he dejado en el tintero, pero es que cada día tiene un limite de papeles que escribir que algunos llaman 24 horas. Nada es el tiempo sin una conciencia que lo mida. Las cosas pasan de prisa, mientras la vida se nos escapa entre los dedos. Una forma de retenerla es condensándola en un libro. Por ejemplo un libro como el que esta tarde he estado tentado de comprar. Se titulaba La nobleza del fracaso, de un autor norteamericano relacionado con Mishima, a cuya memoria dedicó el libro. En él constata todo una religión del perdedor en la historia japonesa, desde los antiguos héroes al último de los samurais, acabando en el ciego furor de los Kamikaze. ¿Puede acaso en la derrota haber mayor grandeza que en la victoria?
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