Recibo un flash de yahoo recogiendo cierta observación sobre Kurt Cobain. Lo único que sé de él es que falleció a consecuencia de una sobredosis. Me familiaricé con su imagen observándola en un pub de hamburguesas que solía frecuentar, cuya decoración había sido dejada en manos de un flipado. No se puede concebir un decorado más aberrante y decadent: demonios con rabo acabado en rombo ingiriendo alcoholes abrasivos, fisonomías adscritas a la omnubilación del haschis, un cromatismo de sangre y lodo, en fin, bicromando e infestando cada uno de los espacios del local, tanto murales como columnas y complementos. Junto al tal Cobain, en otro tiempo figuraron posters de The Beatles, Mike Jaeger y Bob Marley. Antiguamente se escuchaba música que animaba tales desvaríos. Lo que no sé es porque sigo frecuentando dicho local, acaso por cierta nostalgia de aquel viejo pasado permisivo de los 70. Podría aducir que por la belleza de alguna de sus camareras, aunque a mis 62 años ya no estoy para muchas alegrías.
Pero lo que de verdad me ha conmovido hoy es la noticia de la muerte de Alberto Cortez. Si bien lo conocimos en España por primera vez como interprete de ciertas tonadillas frívolas (había que comer), pronto se convirtió en uno de los cantautores más celebrados. Tanto su música como sus poemas, magistrales en su puesta en escena, calaron en nuestra alma con una impronta difícil de desvanecerse de la memoria. Pocos como él merecieron el sobrenombre de Poeta. En la forma de vivir la canción fue un maestro.
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