Comparto la apreciación de Virginia Wolf de que todo creador, para un desarrollo fecundo de su obra, ha de contar con una habitación propia. Este sería un espacio individual en el que tenga cabida su firmamento personal. Vendría a ser como unas cuevas de Alí Babá donde se guarden sus mayores tesoros y a la que solo se acceda mediante el conocimiento de un hermético ¡Ábrete Sésamo! Ese espacio donde el escritor guarda sus enseres alquímicos debe mantener un confort especial que trasmita sensación de bienestar. En él tendrán cobijo todos los elementos que favorezcan el proceso creativo y den aliento a su imaginación, la cual es inherente a la gestación de cualquier obra. Entre ellos el espíritu ha de sentir la libre seguridad de lo familiar, la confianza en que esos artificios que la componen guiarán la navegación interior, guareciendo la fluctuante travesía hasta el resultado de la obra conclusa. Buena parte de mis escritos son deudores de los artículos heterogéneos que engloban mi habitáculo. La mayoría no son objetos inertes, mudos. Muchos de ellos manifiestan la locuacidad del arte, como los libros, los discos, los cuadros, las imágenes y los más diversos objetos que lo pueblan. La mar de las veces su estímulo es fructífero, pero no puedo negar que otras se vuelve condicionante. Tal me ocurre con la compra reciente de una estatuilla de Nefertiti cuya presencia me produce una vaga inquietud. Ha aportado a mi pequeño universo cierta dosis de misterio, una incertidumbre que no me es propia, como una ajenidad que me vigila y que me hace presentir que ya no me encuentro a solas en mi personal reducto.
Está elaborada en una aleación que simula el bronce y que confiere a la estilizada figura un inquietante hieratismo, como si participara del legendario misterio que constituyó la herejía de Tell el Amarna. Mi familiaridad con la civilización del Nilo es reciente, y mi sensibilidad todavía vacila ante su expresionismo iconográfico. El Oriente para quien siente en europeo siempre resulta problemático.
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