No puedo ocultar que mi acercamiento a la poesía y los poetas es algo receloso. De éstos despierta mis reservas su condición pusilánime, de hombre entregado a tareas placenteras, que inclinan al individuo más al vicio que a la virtud. Durante mi formación juvenil la poesía formaba parte de mis lecturas; recuerdo que en aquella época leí la poesía más esencial. Aunque no muy a fondo a los clásicos, pues la obra de Góngora , Quevedo y Lope presentaba un calado profundo, sí me dilaté en la de nuestros poetas del diecinueve y del veinte, Espronceda, Bécquer, Darío, Machado, la generación del veintisiete, primordialmente Alberti y Lorca, también a Hernández, León Felipe, Neruda, etc.
De la poesía foránea frecuenté la lectura de Baudelaire y los simbolistas franceses, Rimbaud y Verlaine, principalmente. Y es que aquello de las flores del mal y una temporada en el infierno despertaba verdaderamente el morbo. Ambos forjaron un malditismo que hoy rige el chauvinismo poético. En ese momento para mí los poetas eran hombres osados, que hacían frente a lo establecido, enarbolando el estandarte de la libertad. Hoy he de constatar que sus figuras humanas se han empequeñecido conforme he ido madurando, y se perfilan como seres miserables dominados por la molicie y el vicio, pero hábiles con la palabra. Supieron plasmar en sublimes versos su desgarrado acontecer antes de precipitarse como detritus en el sumidero del tiempo. Cuando volvemos a su memoria lo hacemos en su lectura, pues en aquellas estrofas canonizadas dejaron lo mejor de sí mismos. Por mi parte, escribo poesía y no se bien por qué; mi único argumento es que un buen día, en la soledad de un hotel en Olimpia, Grecia, me metí en la cama con las Odas de Píndaro y me puse a recitar en voz alta. Al poco rato, noté como una embriaguez me invadía; mi ánimo enaltecido quizá se elevase hasta las cumbres del Parnaso o algo parecido; los versos de Píndaro resonaban con una autoridad atemporal, profética. El numen de la belleza parecía haberme poseído y el torrente de la pasión había enardecido mi alma hasta las lágrimas. Tal vez exista el éxtasis en la poesía como en la fe. Junto a los abundantes disolutos, tal vez exista el genio ermitaño que se complace en la pureza. Aunque la redención por el arte no deje de ser una redención parcial.
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