Estoy leyendo El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina. Es un escritor cuya trayectoria no puede ser más admirable. Hijo del pueblo, se hizo a sí mismo a golpe de folio, de relato, de novela. Reconozco que he llegado a su literatura algo tarde, pero es que me cuesta gran trabajo desertar de mis clásicos. Muñoz pertenece a mi generación, año arriba o abajo. Mi primer contacto con su obra fue a través de su relato autobiográfico Ardor guerrero. Leyéndolo, reviví mi mili casi coetánea y análoga a la suya. Ambas en el lluvioso norte, y sometidas a muy similares vicisitudes. La novela de Muñoz hasta cierto punto me ayudó a reconciliarme con un tiempo que creía perdido, a aclarar un serio borrón que solapaba nuestra biografía.
Nacido en Úbeda, Muñoz siempre se sintió ávido de nuevos horizontes, los cuales fueron despejándose con un prematuro comercio de su pluma. En la mili, ya se sentía escritor y aprovechaba esos prolongados intervalos que se daban en el ejercicio de la soldadesca para emborronar y emborronar cuartillas. Recuerdo que durante la mía mis mandos me observaban por el rabillo del ojo al verme devorar novela tras novela. En su sana filosofía deducían que el hombre que lee mucho no es del todo de fiar. Seguramente estaban en lo cierto, pues durante aquel período es cuando más alejado me sentía yo de los valores castrenses. Pero volvamos a Muñoz, quien se bautizó en la novelística con su Beatus ille, con cuya primera edición me hice yo recientemente. Y así novela tras novela alcanzó el renombre literario y hasta la solemne orfandad de ocupar un sillón en la Real Academia de las Letras.
Invierno en Lisboa quizá sea una de sus obras más conocidas. No sé si llegó a hacerse una película.
Muñoz domina el oficio, y con unos cuantos elementos desarrolla un relato cuya lectura engancha desde sus primeras páginas. Es una de esas historias que se cuentan durante las largas noches de copas. Utiliza un decorado que conoce, el de las noches canallas de San Sebastián, de cuya sabia se embebió amparado por los pases fin de semana que se proporcionaba a los soldados que no quedaban bajo arresto. La atmósfera del relato es sombría, agobiante, casi claustrofóbica. En su coctelera agita todo los elementos del Thriller: alcohol, jazz, sexo, culpabilidad, y crimen. Muñoz maneja con maestría tales resortes y nos hace adentrarnos en un angustioso túnel cuyo itinerario conlleva un peaje de complicidad e incertidumbres. A su final nos perseguirá un rastro
de imborrables máculas. No será la indiferencia lo que nos despierte, si acaso la derrota. Tras traspasar la barrera de la justicia, la sangre ya no podrá borrarse de nuestras manos ni la condena de nuestra conciencia.
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