Soneto a Sabina

Yo quisiera que mi arenga, Sabina,
no resulte intempestiva o cansina.
Leo con provecho tus cien sonetos
volanderos, satisfecho, sin vetos

ni resquemor por tu facundia hábil,
fértil en naturales y de pecho
donde aun el más locuaz sería inhábil
y triunfante tu verbo por derecho.

Juraría que inclusive el Parnaso
ha conquistado tu verso certero,
pues aun las musas celebran tu caso.

Mayor poeta eres que tonadillero.
Quien  dude, recite algún volandero
soneto a cuya salud alzo el vaso .

Yo soy mis lecturas

Cuando era joven imperaba la creencia de que el escritor tenía que forjarse en la vida. Discípulos de la vida fueron Dostoyevski, London, Conrad, Hemingway. Se aceptaba que Dostoyevski no hubiera sido quien fue sin la experiencia exclusiva de su fusilamiento frustrado por el indulto de zar. Que London se empequeñecería sin su actividad aventurera en el Yukón o los mares del sur. Conrad desmerecería sin su biografía marinera, y que poco nos habría trasmitido Hemingway sin su inquietud viajera y petulante. Tal argumento no es errado, pero a tal aserto bien cabría oponer que nada hubiera sido Borges sin su sabiduría libresca, Joyce sin su pedantesca erudición, Proust sin su biblioteca familiar.
Con esto quiero llegar a la conclusión de que yo jamás hubiera escrito sin la ayuda de los libros. Ellos me formaron, me hicieron descubrir el placer de domeñar el laberinto del lenguaje, el deleite de transcenderse con una obra bien escrita. Si escribo, es porque los libros me sirven de acicate y guía para navegar por las aguas literarias. En absoluto niego que la experiencia vivida se constituya como base donde el escritor se funde para desarrollar su discurso, pero sí afirmo que sin el soporte esencial de la lectura tal discurso presentaría mermas evidentes que volverían su propósito comunicativo ineficaz. Nunca un contenido sin una envoltura apropiada alcanzará los fines deseados. Un mensaje tan acuciante y vital como el de Cristo no se hubiera nunca trasmitido con acierto sin la alegórica sutilidad de las parábolas, como también la claridad socrática se hubiera ensombrecido sin la exposición acertada del diálogo platónico. Por eso
convengo que el 75 % de todo escritor corresponde a su bagaje literario, a esa profusión de obras dispersas y contradictorias que han ido calando en su espíritu hasta configurar esa conciencia peculiar e intransferible que se encuentra en todo hombre dedicado a las letras. 

Venceréis, pero no convenceréis

Se ha estrenado recientemente en los cines una película referente a Unamuno, en la que ocupa especial protagonismo el acto celebrado, a principios de la guerra civil, en el paraninfo de la universidad de Salamanca. Estuve en Salamanca y visité esos entrañables rincones unamunianos, la universidad, el palacio rectoral, donde residía, asi como su vivienda particular, algo más distante de ese centro neurálgico salmantino. De aquella ceremonia del 36 se recuerda el enfrentamiento con el general Millán Astray, emblemático  legionario en el que parecían converger todos los pundonores castrenses. Se sabe que el careo fue encarnizado, estableciéndose una rotunda disensión en cuanto a la cuestión española y que concluyó con el célebre "Venceréis, pero no convenceréis". No sabemos si el militar herido en sus convicciones llegó a desenvainar el sable. Se dice que Unamuno tuvo que abandonar la sala bajo la protección de la mismísima doña Carmen Polo, esposa del generalísimo.
Otra de los pormenores que he escuchado en alguna de las mesas redondas que se han celebrado al propósito, es la evidencia de que el escritor acudió al acto con una carta guardada en el bolsillo de su levita. La firmaba una mujer: Enriqueta Carbonell. En ella rogaba a Unamuno para que intercediera para recobrar a su marido, desaparecido durante los primeros meses de la guerra. Se llamaba Atilano Coco y era pastor protestante en Salamanca. Siempre se ha hablado de las simpatías del escritor hacia la Reforma. Acaso en el vínculo amistoso con este clérigo puedan explicarse alguna de las claves.

El destino me deparó la circunstancia de conocer a Enriqueta Carbonell y a la propia hermana de Atilano, Noemí Coco. El hecho se dio porque los tres asistíamos a los cultos de la iglesia evangélica española, en la calle Maestro Caballero, de Alicante. De Enriqueta conservo un recuerdo infantil, pues debió fallecer hacia mi pubertad. Esposa y cuñada vivían en una humilde casa del desaparecido barrio del Garbinet, donde tuve oportunidad de visitarlas en unas cuantas ocasiones. Como yo era un niño, sus amargas circunstancias vivenciales seguramente no me fueron claramente manifestadas. Solo más tarde con el trato más prolongado con Noemí Coco me fueron expuestas más descarnadamente la trágica vicisitud de la muerte violenta de Atilano Coco. Unamuno poco pudo hacer por un amigo que, cuando él presentó sus quejas, seguramente había sido ajusticiado y asesinado. Tal historia, como la de esa España incivil y desangrada, presenta muchas ramificaciones que aún conviene vivirlas en lo privado, en esa intrahistoria que a cada uno corresponde, pues nadie puede alardear de poseer una verdad irrevocable.

Divina proporción

Había decidido poner un disco de Charlie Parker, prepararme un whisky y evadirme en el argumento del Invierno en Lisboa, de Muñoz Molina. El hombre es proclive a la molicie, a satisfacer desidias corporales y olvidarse de que su otra mitad es sólo espíritu. Es el eterno dilema entre Sancho y don Quijote, esa dialéctica materia espíritu que Cervantes supo trasladar a mito, encarnado en la humanidad de escudero y caballero. Pero estas reflexiones vinieron después, porque lo que realmente me hizo desistir de mi propensión a la indolencia, fue el encuentro durante mi paseo con una de las iglesias principales de la ciudad. La impresión de su sugestiva arquitectura llamó mi atención. Seguramente durante la larga vida habré cruzado frente a ella sin reparar en sus detalles más esenciales. Pero esta tarde su lenguaje espacial y geométrico, de medidas proporciones, manifestaba una sintaxis clara y elocuente. Sus aristas, ángulos, arcos y planos articulaban el silabismo de un lenguaje esclarecedor. Nada en sus formas me pareció gratuito, la ordenación cabal de sus volúmenes querían expresar algo, algo que reconocemos en nosotros y que nos remite a esa armonía que está en todo lo  creado. La exactitud de sus partes no era en absoluto falaz. El ensamblaje concordante de nave, cúpula y crucero obedece a un cálculo esencial. Nos habla de una realidad que permanece y subyace en cada uno de nosotros, en el perfecto equilibrio del espíritu. Claramente aquellas piedras me hablaban, y era su mensaje de sencilla perfección, una perfección que nos revela
el fondo de sublimidad que fundamenta nuestro espíritu.

De Jacques Brel y Ne me quite pas

Escucho en YouTube la vieja canción de Brel, "Ne me quite pas". Vieja pero es una canción joven, o al menos para jóvenes. En ella el eros viene unido a la sentimentalidad. Es así como los jóvenes experimentan el impulso amoroso. En el hombre maduro la calidez de la pasión se enfría y los limites entre instinto y espíritu se demarcan. La canción de Brel que antaño me conducía al orgasmo sentimental, hoy la encuentro algo afectada, en exceso romántica. Es necesario encontrarse en la edad de la ingenuidad de la pasión para vivir verso a verso su lírica propuesta. Qué quieren que les diga, a día de hoy me dice más ese Jacques Brel que condenado por el cáncer desertó hasta las islas Marquesas y allí rodeado de la más exuberante vitalidad supo aguardar el último suspiro de una vida que pudo ser desaforada pero seguramente digna de vivirse.

Sexolatría

Sexolatría
El monarca del Averno
fustigó mi carne flaca
con su rabo negro.
En mis ingles sus ascuas
abrasaron como infiernos.
La voluntad sin causa,
los celos por sentimiento.
Solo mi ardor ciego,
y la urgencia de un falo enhiesto
tras la voracidad del sexo.
Derramar la savia blanca
en el volcán de fuego
hasta consumir el anhelo
que la pasión no abarca.
Desplomarse del cielo al suelo
y reconocerse inane y mudo
mientras se escucha sarcástica
la triunfal carcajada del cornudo.

Wagnerianas

Le he tomado el gusto a las versiones wagnerianas de Clemens Krauss. Contaba en mi discoteca con una versión suya del 44 de El Holandés errante, en pleno ocaso de los dioses. La ópera de Múnich entonces sería un hervidero de fanatismos, exacerbados ante la eminencia de la debacle. Su segunda parte es magistral, traspira un ruboroso lirismo que la distingue de otras versiones. Pienso en la de Klemperer, de no menor magistral factura, pero a mi modo de ver la de Krauss la hace desmerecer. Cuenta con una Senta y un holandés excepcional, Hans Hotter en todo su vigor juvenil. Lo que he oído de su Anillo...dice mucho en su favor, es un maestro del tempo y posee una gran sutileza melódica. De momento solo he escuchado El oro del Rhin y La Valkiria, pero a buen seguro la obra vendrá a formar parte del canon wagneriano. Los nazis que hicieron de la obra de Wagner su quinta esencia mitológica, tuvieron buen olfato en aferrarse a las interpretaciones de Krauss como a un clavo ardiendo, mientras sobre sus cabezas explotaban las bombas aliadas. Siento gran curiosidad por escuchar su versión de Parsifal, obra que en Knappertsbuchs tuvo a su sumo pontífice.

Una vez tuve un amigo

Una vez tuve un amigo
Una vez tuve un amigo,
amigo de esos tiempos
en los que aún le quedaban
a uno amigos.
El era todo fuego,
yo esperanza dormida.
Amigos en lo bueno
y en lo malo; toleró
mi ignominia y mi deshonra.
Aun en esos instantes del desprecio,
supo compadecerme;
de voluntad no me juzgó.
No vaciló su cordialidad,
supo reconocer lo bueno
que prevalecía en mi alma.
Hoy, rebuscando viejos papeles,
he tropezado con una carta suya.
En ella me tanteaba y radiografiaba,
supo reconocer quien yo era,
tal vez tan distinto a él,
pero no le importó.
Hoy camino de la vejez,
me consta que en otro tiempo
tuve un amigo, que supo atisbar
mi esperanza dormida
y el hombre singular que yo sería.