Había decidido poner un disco de Charlie Parker, prepararme un whisky y evadirme en el argumento del Invierno en Lisboa, de Muñoz Molina. El hombre es proclive a la molicie, a satisfacer desidias corporales y olvidarse de que su otra mitad es sólo espíritu. Es el eterno dilema entre Sancho y don Quijote, esa dialéctica materia espíritu que Cervantes supo trasladar a mito, encarnado en la humanidad de escudero y caballero. Pero estas reflexiones vinieron después, porque lo que realmente me hizo desistir de mi propensión a la indolencia, fue el encuentro durante mi paseo con una de las iglesias principales de la ciudad. La impresión de su sugestiva arquitectura llamó mi atención. Seguramente durante la larga vida habré cruzado frente a ella sin reparar en sus detalles más esenciales. Pero esta tarde su lenguaje espacial y geométrico, de medidas proporciones, manifestaba una sintaxis clara y elocuente. Sus aristas, ángulos, arcos y planos articulaban el silabismo de un lenguaje esclarecedor. Nada en sus formas me pareció gratuito, la ordenación cabal de sus volúmenes querían expresar algo, algo que reconocemos en nosotros y que nos remite a esa armonía que está en todo lo creado. La exactitud de sus partes no era en absoluto falaz. El ensamblaje concordante de nave, cúpula y crucero obedece a un cálculo esencial. Nos habla de una realidad que permanece y subyace en cada uno de nosotros, en el perfecto equilibrio del espíritu. Claramente aquellas piedras me hablaban, y era su mensaje de sencilla perfección, una perfección que nos revela
el fondo de sublimidad que fundamenta nuestro espíritu.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario