Querencia cultural


 Durante la adolescencia tenía fascinación por el norte. Paisajes, hombres, atmósferas nórdicas ejercían una encandilante fascinación. En el entender de entonces cualquier característica geográfica, racial, social y de costumbres septentrionales ofrecían cualidades superiores a los países del sur. Su economía era más boyante, su sociedad más libre, sus hombres más disciplinados y laboriosos, sus mujeres más bellas. Y es que en la anatomía de las nórdicas se advertían sugestivos atributos de los que carecían las latinas. La piel clara, el cabello dorado, la esbeltez de la figura.   Durante los anos 60 y 70 la obsesión de todo alicantino era la de ir a Benidorm a ligar suecas. Yo nunca me comí una rosca, pero sé de alguno que dio en la diana. El cual no tardó mucho en comprender que, tras el matrimonio, la diferencia entre una noruega y una de la tierra era sólo una ligera cuestión de forma.
 Lanzo todo este prolegómeno porque durante estos días he visionado en You Tube un reportaje turístico sobre las islas griegas, tan meridionales, tan yermas, tan cutres. ¡Qué lejos su paisaje del esplendor del norte! ¡Qué distinto el carácter abierto de sus gentes del rígido y remilgado de los hiperbóreos! ¿Quién me iba a decir a mí, como a todo españolito que no se puede sacudir el complejo de inferioridad ante los europeos ( tal complejo acaso lo adquirimos ya con Carlos V), que acabaría festejando y celebrando las indolentes delicias del sur. Tal viraje se produjo realmente con el descubrimiento de Italia. Allí comencé a apreciar las virtudes y excelencias meridionales frente al poco grácil estilo báltico. Sucede que tanto en Italia como en Grecia me siento como en casa, al contrario que en cualquier país norte europeo, incluido Francia. Y es que en el Mediterráneo se convive mejor, se goza mejor, y hasta se muere mejor. ¿Qué mejor que disfrutar de una ensalada griega, unas sardinas y unos calamares al grill en cualquier chiringuito de sus playas memorables? No sé si me siento europeo, pero me reafirmo mediterráneo.

Martin´s Bar

Martin´s Bar

 Caen lágrimas en el silencio

como la lluvia que empapa

la calle solitaria en la noche.

Caminar sin rumbo,

mascullando un nombre

desgastado en la boca

como un pastilla de Cheiw-gum.

También la noche tiene que acabar,

como algún día dejaré de respirar.

Los zapatos húmedos ya calan mis pies,

me apremia un hueco en cualquier bar.

Al fondo de una calle transversal

anuncia un neón la entrada de un club.

Es el Martins´s Bar. Al apartar la cortina

suena una ruborosa melodía de jazz, 

con notas largas de desdén

en el saxo del inglés y el piano del patrón.

Solo los negros pueden saber

porque esas notas abrasan

el corazón como un licor,

y como los pasos sin rumbo ni sentido

hallan dirección en su borroso atril.

Conforto hallaría si no fuera sueño

su ilusión, y fábula los dúos 

de Travis y Stanislaus

en las madrugadas de Martins´s Bar,

perdidas entre tristes desengaños 

y recuerdos disipados de bourbon.




 

El coronavirus contraataca

El coronavirus contraataca

 El índice del coronavirus comienza de nuevo a preocupar. España está de pena. Se encuentra en manos de médicos. Hasta los partidos practican su propia cirugía. Cualquier discrepancia merece el uso del bisturí. A este paso, asistiremos a un concurso de ramplones; cualquier voz independiente será censurada por miedo a romper la formas. En las calles suenan algunas voces contrarias, a las que se tilda de insolidarias  y conspiranoicas . No se deberá parte de ello a que se le ha solapado al mundo buena parte de la verdad sobre el virus. Quedan muchas preguntas que no han tenido respuesta. Una sociedad que exige transparencia permanece hermética frente a cuestiones esenciales. A este paso la pandemia será una catástrofe peor que la de la II guerra mundial. Cuando el virus desaparezca, sea por vacuna u otras causas, habrá dejado un profundo bache en el curso de la historia y se habrá llevado con ella importantes páginas del libro de nuestra vida. El hombre anónimo, en el corto segmento de su trayectoria vital, ha de padecer doblemente, una por el capricho tornadizo de un poder que lo condiciona y otra por las contingencias imprevisibles del desmadre de la madre naturaleza. Díganselo a los habitantes de Índico cuando el tsunami o a cualquier discreto ciudadano del centro de Beirut.

Los reos del progreso

Los reos del progreso

Hace tiempo que no publico nada en el blog, diríase que se ha secado la fuente de la inspiración. Es verano, y con el calor gana terreno la aridez. Temas para hablar nunca faltan, pero la mente parece abotargada con el coronavirus. La cotidianidad ha sido invadida por ese intruso al que nadie ha invitado. Pero él, sin ningún permiso, comparece. Ha condicionado todo, hasta las expresiones más íntimas del ser.

Solo estamos atentos a su estadística: número de contagiados, asintomáticos, ingresados, cadáveres. Y parece que no te lo puedes quitar de encima. Cuando y donde menos te lo esperas el vigía clínico alerta: ¡Por allí rebrota! 

Es un verano atípico. Por no poder, no se puede ni viajar. En el extranjero, a los españoles ya les han colgado el sanbenito de apestados. Veremos cuándo podremos despertar de esta pesadilla. 

La realidad del mundo ya colinda lo apocalíptico. Después de las dos guerras mundiales vino la calma, parecía todo controlado, tan sólo ofrecían contraste algunos perezosos melenudos; los vencidos se convirtieron en los pueblos más laboriosos de la tierra. Nadie quería otro Hirosima. Las nuevas generaciones se abandonaron a la inconsciencia del progreso. No sé que gurú les inculcó que se estaba en él mundo para alcanzar la felicidad, y que éste podía darla. Ésta era una nueva consigna, pues por siglos la meta se hallaba en la vida eterna, y no era sencillo alcanzarla. Algunos prohombres apostillaron que la felicidad residía en realizar el máximo de nuestras capacidades y en el libre ejercicio de nuestra voluntad.

Semejantes misivas se convirtieron en el credo de la masa. Pero hoy las lacras del progreso han cuantificado sus efectos adversos, y la vieja panacea se ha vuelto ponzoña para la humanidad. Hoy la humanidad se reconoce reo de la ciencia, una ciencia que podría ser letal, si la brújula del progreso no cambia de rumbo.