Podía haber encerrado en mi pecho
el latir del universo y descerrrejar
el candado que oprimía mi libertad,
pero ésta se alejó como un pájaro
aventurándose en el diluvio sin regreso.
Reventé como un vidrio roto
después del último brindis de despedida,
que ya nunca recompondría su intregidad.
Mi sombra caída y sombría,
rodeada de alimañas disputando sus despojos,
se desangraba de noche y de misterio,
aguardando el cataclismo de la aurora,
en desbandada de palomas y de números.
En la última desolación yacía
mi cuerpo convulso, reconcomido
por los ácidos de la soledad
y el resquemor del desengaño,
reclamando la apretura de una mano
que compartiera el via crucis
de un pasajero del peligro sin compinches.
Ninguno asió el miembro
y prefirieron el desdén,
y que un ráfaga fría de luna
rebanara el candor entrañado
que de la refriega pervivía.
Entonces supe que tras el dolor definitivo
los hombres no vuelven a llorar.
En los tiempos que corren
ya no quedan samaritanos.
Asi me vieron los ojos de los cielos;
bajo la cúpula de estrellas,
brizna de paja era el alma,
malentendidos nuestras convicciones,
baldío cualquier sufrimiento.
Porque al morder la raíz
dolida de la vida,
se siente en la boca
el amargor que su fibra esparce,
la acidez secreta de su túetano.
¿Volverá algún día el calor,
el regocijo reintegrado
tras esa lucha jacobita
de la que salí trastabillante?
Ninguno quiso saber,
ninguno volvió la cara
ante lo que la existencia
en carne viva reclamaba.
¿Qué sería de mí,
qué de la esperanza?
-pensé cuando rodó la espiga
por la hoz de la indiferencia seccionada.
Pero, ¿ por qué seguir atando cabos
de añosos hilos deshilachados?
El recuerdo es un jandicap
que impide reconocer
que, aunque el río sea el mismo,
nos bañamos en agua nueva.
Perder de golpe nuestras razones
nos dispone para el milagro de la fe.
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