No mantengo una posición radicalmentre en contra de aquellos que eligen unas costumbres eróticas distintas a la regla común. En ningún caso me encontrarían entre aquellos que lanzaran la piedra de juicio. La comprensión de los propios errores, junto a la templanza que dan los años, me hacen ser cauto respecto a la condición humana. No obstante, he recibido con una cierta decepción una nocticia que se ha extendido por las "redes". Se trata de la confesión de John Travolta de su condición Gay. Tales revelaciones se divulgan bastante a menudo en referencia a numerosos protagonistas del mundo del espectáculo. La vocación artística, integrada en el dominio de la belleza, implica comportamientos en parte reñidos con las pautas convencionales de masculinidad. Genios como Miguel Ángel y Leonardo cojearon de ese pie. En literatura, se especula de Thomas Mann, se sabe de Garcia Lorca, se presume de Mujica Lainez. En el arte es frecuente la manifestación amanerada acompañada de un bastón. Lo que en el común es execrable, en el artista es distinción.
Pero volvamos a lo de Travolta. En el último fotograma editado comparece ya trasvestido de mujer, luciendo peluca rubia y con el rostro maquillado. Lo siento de verdad. No sé si tal indumentaria se debe a imperativos de guión. Pero reside en mí especialmente este pesar, pese a que los años me han hecho indiferente a muchas de las circunstancias en derredor. Tal pesar se funda y tiene un carácter retrospectivo, pues rememoro mis vivencias durante los años 1978-9, en los que yo cumplía mi servicio militar en Asturias. La vida cuartelaria de restricciones y amenazas infundía en el soldado la necesidad de desfogarse. Mi revancha consistía en no perdonar ni un intervalo del tiempo de paseo entresemana, y huir con pase de pernocta los fines de semana, confundiéndome en el palpitar comedido de aquella ya tan lejana ciudad de Oviedo, cuando todavía sus monumentos se mantenían negros y con reúma. Durante las primeras semanas en el cuartel trabé amistad con unos novatos en el servicio, adscritos a mi misma compañía, quienes en el primer encuentro me invitaron a compartir la cena con ellos. Con el tiempo, nos fuimos conociendo. Eran unos sencillos chavales de origen andaluz, emigrados a Barcelona, que trabajaban en una de las muchas factorías de San Adrián del Besós. Pronto descubrí que su sentido de la diversión era muy diferente al mío. Ellos correspondían a ese tipo de gente que no ha leído un libro en su vida. Su concepto de la diversión consistía en acudir cada sábado noche a una discoteca. Aquí cabe reseñar que por ese entonces hacía furor la película y la música de Fiebre de sábado noche, interpretada por John Travolta. Yo raramente había acudido a una discoteca, en parte por imponderables de mi educación y también porque era virgen, muy timido con las chicas y no sabía bailar para nada. Ellos eran redomados bailongos, veneraban a Travolta y su desparpajo de truhán discotequero. Solo ambicionaban emularlo, imitar su pose de chulo castigador de las pavas. Travolta era ese símbolo de masculinidad que para sí ambicionaban: osado, barriobajero, incomprendido pero al fin triunfador. Ante el furor de su contoneo discotequil las tías caían rendidas, los chulos tenían calambres, y se imponía la testosterona del varón dominante que no se arredra ante nada ni nadie. Sí, ellos, en las noches locuelas de Oviedo, entre cubata y canuto, remedaban el proceder de su ídolo buscando granjearse un paraíso que la jungla de asfalto les había vetado. No sé si cumplieron algún sueño, pero me llena de tristeza que aquél su viejo ídolo tuviera también los pies de barro.
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