Lo único que queda a los jubilados con una modesta pensión es la loteria. De ella se espera ese golpe de timón que no se ha producido nunca en lo dilatado de la vida. Jubilarse es vivir para los restos de la conmiseración del estado, que ha tenido a bien premiarte mesuradamente por tu aportación de décadas al buen funcionamiento del engranaje colectivo. Al parecer el estado no da más, no puede dar más para no invalidar la determinante viabilidad presupuestaria. Como paliativo a estas carencias se han ideado los juegos de azar. Raro es el ciudadano que no los practica al menos unas vez en la vida. Muchos prueban por si las moscas y al comprobar que no les sonríe la suerte, cejan en su empeño. Quizás sean los más sensatos. Otros llevan toda la vida apostando una módica cantidad que les permite mantener prolongadamente en vilo la válvula de los sueños. Los menos juegan fuerte, presumiblemente porque alguna vez han rebañado un cuantiosa tajada, el popular pellizco que todo jugador ansía y que la más improbable chamba ingresará en su cartera. Entre unas cosas y otras quien verdaderamente hace negocio es el estado. Llevo jugando desde hace tiempo, persistiendo en ello porque en una ocasión fui galardonado con la bendición de un modesto pescozón. El juego es el hábito ideal para despertar en el hombre la codicia. La cuestión es que se sigué jugando, y se buscan las maneras de que dicha actividad de algún fruto. Pero de frutos y de árboles quien verdaderamente sabe es el estado. Los promotores del patronato deben de ser oscuros funcionarios que idean los sistemas de apuestas de forma que no se escape un euro de las arcas públicas. Se rodean de asesores que, calculadora en mano, evalúan las probabilidades para que el negocio resulte redondo. Con ojo empresarial cotejan porcentajes de ganancias y gastos. El caso es que el juego esta ideado para que toque el premio, sí, pero con un balance de probabilidades tan desequilibrado que desengaña depositar en él cualquier confianza. Tales juegos están ideados para que la golosina de la menuda pedrea mantenga encelado al jugador contentadizo, mientras hacienda va incrementando sus arcas. Más allá de esto hay un abismo; la diferencia entre la devolución del dinero y cualquier otro premio de consolación y la de un sonado pleno o plenillo es tan desproporcionada como la de obtener el elixir de la eterna juventud en el corto segmento de la existencia humana. La primitiva, por ejemplo, estaría bien si existieran premios intermedios entre los cuatro y cinco aciertos, que es como la distancia desde al Tierra a Júpiter, en espera de que en algún sorteo impensado se produjera el ansiado pelotazo. Pero el estado, que no tiene nada de lerdo, sabe muy bien que si estas oportunidades se dieran, y premios algo más jugosos menudearan, no habría ciudadano que se sujetara a un trabajo, entregados de pleno a las generosas gratificaciones de la Fortuna. Que nadie lo dude, conociendo el percal.
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