Se cuenta que fue Neruda quien influyó para que Miguel Hernández perdiera la Fe. En Orihuela Miguel fue un adolescente acogido al aprisco de la Iglesia. Sus primeros poemas fueron devocionales a la Virgen, a los sacramentos o a el sagrado corazón de Jesús, dentro de la más pura ortodoxia católica. Compartía con su amigo Gabriel Sijé las primicias del Espíritu. Fue tras su viaje a Madrid que su luz interior se emsombreció. No faltarían tentadores susurrándole al oído. Por ese tiempo Neruda era ya el joven de Residencia en la tierra, esa mirada existencial, olvidada de Dios, que se recrea en los aspectos de la desolación en medio de un paisaje sin contenido. Fuimos muchos los jóvenes que, generaciones después, confundidos en las diversidades de un mundo que alentaba nuestras concupiscencias recalamos en su universo de inquietas marejadas, intrincados manglares y páramos de abominación y humo; nuesto grito desesperado en la noche, vacío de amor, se reconocía en su lamento de embriagada soledad. Miguel, por su parte, se perdió en el turbulento Madrid, de pecado, convulsiones y vanagloria. No sabemos si volvió a encontrarse, si esas "ausencias" conocieron del regreso en su ocaso alicantino.
Neruda, en cambio, continuó su peregrinaje alrededor del planeta, derrochándose en consulados, poemas y mujeres. En su horizonte, que delimitaba la tierra, no sé si alguna vez jugaron algún papel los cielos. Porque el reino de Neruda era el de este mundo; su meta una utopía de hermadad clasista, goce perecedero de la materia y de la carne. En sus Alturas de Machu Picchu, poema cumbre de su Canto General, buscó algún modo de redención, hermanándose con el sacrificio de los humildes y el sueño mítico de América, arrebatado por un trascendido humanismo. En él se rebela contra la indiferencia del tiempo, buscando respuesta a la injusticia y vanidad del periplo humano, alentando una resurrección, cierta justificación en el epejo de la memoria, acaso una redención histórica. No sé si hasta el fin de sus días perduró su ateismo, al menos en su poesía sólo celebró las cosas del mundo. Como dijo Borges, se esmeró en enumerar las virtudes de la lechuga, más ni un solo verso dedicó a Dios. (la subordinada es de mi cosecha)
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