He tenido un sueño curioso: Andaba por la calle y observo que en el exterior de un viejo edificio de grandes portalones se convocaba un concurso cuyo funcionamiento y asunto ignoraba. A él acudían cientos de personas, que hacían presumir que las reglas para el mismo eran sencillas y al alcance de cualquiera. Atravesé la verja en dirección al zócalo de la mansión donde se había dispuesto una larga mesa en la que se realizaba la prueba. Pero como digo eran tantos los asistentes que, tras cruzar el largo patio, se me comunicó que para mí, que acudía entre los rezagados, había finalizado el cupo inscripción. No pude por más que demostrar mi contrariedad. No obstante, se me informa al mismo tiempo que concluido el primero se ha convocado un segundo concurso. Cuando se me expone el contenido del mismo, froto mis palmas con complacencia. Se trata de efectuar una redacción sobre el tema "Toma y sitio de una ciudad o una fortaleza", donde se diserte sobre la diversidad de ambos conceptos. Hay un inconveniente. El papel sobre el que escribir ha de proporcionárselo el mismo concursante. Ante la imposibilidad de encontrar una hoja de papel a mano, me dirijo hasta las calles aledañas de la mansión en busca de una página en blanco donde transcribir mi discurso. En dicha búsqueda empleo un tiempo precioso que no descuenta del estipulado para la realización del ejercicio. Se convierte en una rémora tal pérdida, porque los minutos van pasando.
A tráves de una calle larguísima, en una ciudad del norte, regreso al viejo edificio con un papel en las condiciones indispensables para escribir, obtenido no sin ciertos imponderables. A mi llegada, penetro en el interior de la mansión buscando un lugar, cualquier suerte de mesa don de realizar la tarea. En la sala donde se desarrolla el evento no la hallo, ocupados todos los pupitres por concursantes absortos en su quehacer. He de salir al pasillo, a mitad del cual se disponen en línea las mesas camilla, idóneas para mi necesidad, de una cantina, pero sobre cuyos asientos reposan sendos bolsitos de mujer anunciándome que las sillas se hallan ocupudas. Recorro todas ellas, sin suerte. Algo desasosegado, y consciente del tiempo que pasa, y que regula aquella tarea para la que me siento especialmente capacitado, me encamino hasta el final del pasillo. Allí por fin encuentro un hueco donde realizar el trabajo, sobre una mesa junto a una ventana. Apenas caligrafiado el título del ejercicio, con la cabeza volcada sobre el papel, compruebo que hasta el lugar empieza a acudir gente y situarse a mi lado, alborotando entre cháchara intrascentente. Sus ruidosos comentarios me impiden concentrarme, retrasando mi tarea. Cada vez llegan más, bullangueros y sin cortarse un pelo. Mi tarea no avanza, la interrumpe además un viento que levanta el papel y que penetra por los cristales rotos de la ventana. Como estamos en una región del norte, ya se pueden figurar la magnitud de la borrasca, que arrecia por segundos. Desisto de escribir, y entonces despierto. Me reconozco sentado en el sofá del salón de casa; mi boca esta pastosa por el café y por los visillos filtra el sol veraniego. Me resisto a sumirme de nuevo en aquel sueño aunque su temática fuera idónea para mí y su galardón al alcance de la mano. Como toda sustancia onírica deja un amargo sinsabor.
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