He cometido una frivolidad, lo confieso. He adquirido on line una gorra de marino. La frivolidad reside en que toda mi experiencia marinera se reduce a un crucero veraniego por las islas griegas y algunos cortos trayectos maritimos efectuados en Italia, por la laguna veneciana y el golfo de Nápoles, que recuerde. Me ha impulsado a la compra el hallazgo de una gorra de éstas en una tienda de cachivaches, que, tras probármela, finalmente no me he decidido a comprar. Semejante fetiche ha desempolvado el desván de los sueños incumplidos. Reservo hacia el mar la nostalgia de no haber emprendido el destino aventurero del marino en mi juventud. Mi propósito de convertirme en un lobo de mar lo frustró la realidad de mi vida, circunstancia que solo retardó el momento de comprender que el mundo no lo puede moldear uno a su antojo.
No sé quién implantó en mí la semilla aventurera, pues mi padre era todo lo contrario a un hombre dado a la trashumancia y a la afición por los viajes. Seguramente, los promotores de tan descabellado afán debieron de ser Defoe y Stevenson, cuyos libros ilustrados leí entre la infancia y la adolescencia. No sé por qué las calamidades que sufrían sus personajes se me antojaban a mi peripecias dignas de ser vividas. Las vidas Robinson, Long Silver, Black Dog y el ciego Pew me parecían destinos dignos de compartir, vidas de profundo calado, sin desestimar las gallardas del doctor Livesey y el capitán Smolet.
Alguien dijo que uno nunca pierde al niño que lleva dentro. Tal conjetura la ha despertado el encuentro de la gorra marinera en la tienda de cachivaches. ¿Qué me ha llamado a adquirirla? Seguramente el viaje que tengo previsto a Madrid a primeros de febrero. Como cuento con que en la capital hará frío, me he preocupado de surtirme de las cosas necesarias que me ayuden a evitarlo. Me he procurado guantes y gorro de lana, en sustitución éste la de gorra de sport que llevo habitualmente. Como la gorra deportiva es más bien útil para protegerse del sol, he pensado utilizar el gorro que llevé en Londres bajo un frío de perros. Con el gorro creí ya zanjada la cuestión, pero hete aquí que tropezamos casualmente con la gorra marinera. Al momento, se ha avivado un rescoldo de deseos apagados. No he vacilado en probarme la gorra como digo, y con ella en la cabeza me he encontrado extraño. Toda una vida tratando de reprimir la volubilidad de jovenzuelo caprichoso, y ahora despierta el jubilado con caprichitos. Después he pensado que el gorro de lana es una prenda ominosa, que le confiere a uno el aspecto de un muñeco de guiñol y le pone cara de bobo. He pensando después que un gorra como aquella me podría proteger del frío casi como el gorro de lana. Llevarla por Alicante sería infame, pero en Madrid sería casi lícito; es más, probablemente daría un giro sugestivo a la realidad; en la reseca meseta tal vez tenga algo que aportar un marino de agua dulce. Probándomela, me ha venido el recuerdo de una gorra como aquella que llevaba Peter Ustinov en la película Tres vidas errantes (The Sundowners). He reconocido que mi vida de hoy se parece mucho a la de ese vagabundo solitario, en busca siempre de su libertad, persiguiendo por los caminos polvorientos un trozo de vida verdadera, en compañís de la familia Carmody. No me he podido resistir a volver a comprar esa vieja novela de Jon Cleary, que seguramente malvendí.
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