Cuando niño cada cosa era nueva
y picaba la curiosidad.
Nuevo el misterio de ese sol
que cada mañana levantaba,
el juego de luz y forma de la luna,
misteriosa en su elemental perfección,
la noche que ensombrecía el mundo
ante nuestros ojos, silenciosa, opaca.
Tan inquietante como ese otro misterio
que recelábamos e imaginábamos
al borde del tiempo: la muerte,
ese inquilino de nuestra vida
que nos acompaña desde el nacer.
Dura experiencia que contemplamos
cuando una mañana ese rapaz ariscado
(cuál no serían sus tormentos
que justificaran tal vileza)
daba muerte a los gatitos,
paridos ha pocos días,
sellándoles la boca con puñados
de tierra, cruel como un sepulturero
que cumple una función,
olvidados los designios de Dios,
estériles sus afectos de compasión.
¿Qué semilla de maldad
había fermentado en su alma
para hacer padecer en los otros
la injusticia que su corazón corrompió?
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