Quevedo es una figura poliédrica en cuyos perfiles se enmarcan las más acusadas virtudes y detrimentos de su época. Como toda presonalidad compleja se halla sometido a fuertes contrastes que vuelven paradójica su figura. En él se exaltan las aspiraciones angélicas y se hunden los más tenebrosos abismos de Perséfone, lúcido espeleologo de sus sórdidas cavernas en las Zahúrdas de Plutón. Pretendió alcanzar lo sublime con el cuerpo medio anegado en la ciénaga irredenta del mundo. Persiguió la verdad escudriñándola desde la óptica adulterada de su siglo, el de un barroco litigante de luces y sombras. Don Francisco se cegó con sus luminarias y se rezagó en la umbría de su letrina. Sus sempiternos quevedos deformaron su perspectiva con idéntica convexidad a la de los espejos del "callejón del gato" valleinclanesco, y su mirada miope, precisa en la propincuidad del detalle, solía errar en las estimaciones de conjunto. Su sueño egregio de España se desvanecía en el ladino ejercicio de sus tejemanejes y correveidiles políticos.
A remolque del noble Osuna, codicioso de la conquista de un pretendido cetro ultramontano, ya que el poder imperial de la corte madrileña sólo repercutía en aquellos que gozaban de la aquiescencia del rey, como los vástagos de los hijosdalgo probaban fortuna en los tercios, planeó una temeraria y particular estrategia en el ajedrez de Italia, que era donde se dirimía la hegemónica partida entre los Ausburgo y Francia. Con audacia de virtuosos, el señor y el secretario, desplegaron caballos y alfiles descuidando sus torres, pretendiendo ganar Venecia para el duque. Venecia era entonces, para quien codiciara la más enjundiosa baza, la joya del Mediterráneo; quien se adueñara de su gobierno dominaría los mares; aún disfrutaba su legado de Lepanto y su esplendor comercial apuntalaba su fecunda independencia. Usufructuar su virreinato supondría tanto para Osuna como para Quevedo involucrarse en los engranajes de poder de la élite que regía el más vasto imperio de la tierra. El rocambolesco complot gozaba de la tácita anuencia real, y su fracaso propició el desmarque inescrupuloso del monarca y condicionó la caída fulgurante de Téllez Girón. A Quevedo no le quedó más que purgar tales quebrantos en la soledad penitente de sus cuartillas en blanco, fértil territorio donde hacía y deshacía a su antojo.
Este fiasco de su veleidad política redundó en vigor para su pluma, que era junto a su espada del mejor templado acero toledano los dos instrumentos a los que nunca renunció. De sus afilados bordes tanto supieron Góngora y Ruiz de Alarcón como Pacheco de Narváez. En sus versos fue tan furibundo como con su acero, sajaba cualquier reputación con los tajos de su sátira demoledora como horadaba jubón y partes blandas del más petulante maestro de esgrima de la corte. La Nariz, a la que érase hombre pegado, la montuosa chepa como de llama andina y el florete patán no conocerían el perdón de su lengua viperina y despiadada de incómodo cojitranco. Patacoja fue el verdadero aninador de nuestra literatura como de los chismorreos de la corte; la sagacidad de su prosa y la inquina de su verso espolearon aun a los perezosos a aguzar los ingenios.
Pero como para quien el sutil veneno de la política ha contaminado la sangre pacificadora de las letras, la nueva coyuntura del reino apuntada en el horizonte no tardó en reactivar la aletargada solitaria insaciable de la ambición. Creyó holgar con sus adulaciones las apreturas de ese hueco palatino que entre cautelosas cortesías, como la cruz de Santiago, le brindaba el nuevo valido Olivares. A don Francisco debieron obnubilarle los capciosos guisos, con excesiva especia, de la triquiñuela política, en los que creyó brillar como los vivos colores del fresco sobre el revoque. Se traicionaría, acaso entorpecido por su paso tartamudo, de piernas zambas y pies observándose, pues sus viejos huesos, lejos de apoltronarse en el confort de los salones del Buen Retiro, vinieron a enmohecerse en la sórdida mazmorra de San Marcos, en León, empapada su alma en las gélidas humedades del Bernesga. Cuando de nuevo, con un tímido germen de vida menoscabada recorriendo sus venas, regresó a la Torre de Juan Abad, por sus quevedos ya sólo advertía sus nostalgias, lo que pudo haber sido y no fue, un sinuso camino jalonado de álamos desnudos que lo conducían al abrazo corrupto de la muerte, como al lecho de una vieja y viciosa meretriz de la calle de la Montera.
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