En estos días se conmemora un año más el aniversario de la Reforma de Lutero, ese 31 de octubre de 1517, en el cual el profesor de teología de la universidad de Witemberg clavó sus noventa y cinco tesis en las puertas de la Schlosskirche. Célebres puertas, que en su día servían como tablón de anuncios donde el profesorado acostumbraba a presentar ciertos asuntos a debate y controversia de sus alumnos. Nunca hubiera imaginado el autor de tales consideraciones que, al prenderlas de la madera, la resonancia de sus martillazos hicieran tambalear el orbe cristiano.
Lo que se inició como una crítica sobre el abuso de la práctica de las indulgencias por parte de la iglesia de Roma, acabaría en el cuestionamiento de los fundamentos dogmáticos de la propia iglesia. Fruto de la codicia de los altos cargos eclesiásticos, aquella nueva Roma renaciente, miguelangelesca y rafaelina, aspiraba a edificarse con los huesos, la carne y la sangre de sus corderos. Esa gran multinacional de su tiempo que era Roma, con dicho comercio de indulgencias manejaba un idóneo mecanismo para incrementar su poder y riqueza. León X, ese Giovanni de Medici hijo del Magnífico, de cuyo furor represivo fue testigo la república florentina, encontró en la práctica de semejante comercio una vía apropiada para fortalecer sus políticas. De él se valió con el pretexto de contrarrestar la expansión turca que amenazaba a la cristiandad, y más adelante como financiación oportuna para llevar a cabo las grandiosas obras de la nueva basílica de San Pedro, que bajo la dirección de Rafael de Sanzio eclipsarían aun las maravillas de la antigüedad.
Las circunstancias que hicieron rebosar ese vaso dan indicio del más grosero abuso de poder por parte de esas elites que regían los destinos del mundo. La codicia de Alberto de Magdeburgo y la inescrupulosidad papal es denunciada por la mezquindad de sus hechos; ambos sólo atendían a los apetitos de su ambición. Se valieron del dominico Juan Tedzel, un hábil recaudador, para garantizar el éxito de sus planes. Bajo el lema, cuando una moneda suena en el cepillo, un alma sale del purgatorio pretendieron recolectar esa suma precisada para satisfacer el máximo de sus requerimientos. Pero pese a la pretendida solvencia de una cédula con cuyo recurso incluso podía exonerarse de culpa a un hombre que hubiera violado a la Virgen, la campaña resultó un fiasco, pues gracias a la imprenta los escritos de Lutero denunciando tales abusos ya habían sido conocidos por el pueblo alemán y considerados puntualmente y con antelación por el reformador en su celebraba epístola al papa Leon X.
Contó Lutero en Witemberg con un inestimable aliado, el principe elector Federico de Sajonia, llamado el sabio. Ávido coleccionista de reliquias, ante la presión papal sobre su profesor de teología supo, sin embargo, discernir con claridad y aprovechar la situación para zafarse de las políticas con que el papado, en connivencia con los intereses del imperio, menoscababan las mal articuladas libertades de los estados alemanes. La debilidad a que los condenaba la desmembración de sus principados los hacia vulnerables a la presión de las garras del águila bicéfala del imperio y los hundía inermes bajo el peso de la tiara apostólica. La voz de Lutero elevándose desde el púlpito o la tribuna proporcionó los fundamentos a los margraves con que cohesionar su oposición y configurar el trazado de una nueva Alemania. Expresamente el reformador apeló a ellos con lo expuesto en su “A la nobleza cristiana de la nación alemana”.
Respecto de las indulgencias, el problema esencial que se planteaba era el de la salvación. Éste era un dilema que desde la Edad Media estaba en manos de la iglesia, la cual contaba entre sus prerrogativas el concederla o negarla. A ella se podía acceder mediante el ejercicio diario de la confesión, la verdadera penitencia, la dedicación a la buenas obras y la garantía que ofrecía la iglesia al adquirir una cedula de indulgencia, mediante la cual se excusaba al portador de ingentes años de padecimientos en el purgatorio, dependiendo de la generosidad de su bolsillo. Este comercio bochornoso es el que se aminó a denunciar Lutero, llegando hasta la raíz misma del problema. Un nuevo factor, el de la Gracia, fue el que apresuró a blandir frente a quienes creían que mediante la disposición mediadora de la iglesia o la obras de la ley podía adquirirse la salvación. Sólo en la entrega al Cristo de la redención por medio de la Fe podía alcanzarse aquélla. Para aceptar esto hubo de reconocerse una nueva autoridad, no la del papa y los concilios, sino la de las Escrituras. A las cuales apeló Lutero en Worms, negándose a retractarse y constituyéndose dicha postura en el punto de inflexión donde la Reforma alemana tomo carta de naturaleza.
Como en aquellos tiempos la religión conformaba la ideología de los estados, no tardó el nuevo credo emergente en configurar una renovada pragmática asumida por los distintos principados alemanes, quienes se apoyaron en la recién adquirida fe para revindicar sus peculiaridades y discrepancias con las políticas uniformadoras e inflexibles del imperio. Cabe reseñar que la ascensión al trono imperial por parte de Carlos V, con su visión integradora y sus aspiraciones a un cetro mundial, no favoreció en absoluto las inquietas voluntades de los margraves, sino que al contrario las precipitó en el camino sin retorno de un confrontamiento de bloques, que ni siquiera la victoria de emperador en Muhlberg sobre la liga Smascalda logró ya detener.
Aunque, en efecto, a la par de todo ello resultaría algo miope eludir que la asunción de la nueva ideología causara no pequeños trastornos sociales en Alemania, que se desangró en una cruenta guerra intestina entre clases, favorecida por un levantamiento del campesinado que fue abortado con contundente rigor por parte de la nobleza. Pero, aun teniendo muy en cuenta todas estas circunstancias, me atrevería a afirmar que éstas sólo constituyen el marco que arropa la experiencia viva de ese fraile agustino que redescubrió al verdadero Dios en las páginas transformadoras de la Biblia. Que supo ver en el estimulo de la fé, esa "sola fide", que justifica y da vida al hombre, el fundamento para mover no ya montañas sino imperios.
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