Las visitas a Venecia se llenan de momentos apabullantes si nos dejamos llevar por sus magníficas perspectivas, esos incontables aspectos de su paisajística capaces de engendrar un universo de postales; también si nos dejamos absorber por el torbellino de su arte, donde pronto nos veremos cautivos en los dominios de la belleza; no se debe menospreciar tampoco el pulso de su vitalismo, con el que se nos invita a frecuentar una vida desproporcionada, embebida en el frenesí de su encanto y que nos mantiene presos en el vértigo de un derroche que amenaza con llevarnos pronto a la banca rota.
Pero encontraremos otra Venecia más sosegada si nuestro propósito es vivirla en el sereno pálpito de lo cotidiano. La descubriremos pronto en los remansos de sus campi, en esas rutas erráticas por su sorprendente laberinto, inmersos en el estimulante ejercicio del descubrir una Venecia inexplorada que nos saldrá al paso a lo largo de la fondamenta de un paradisíaco fiume, o al sortear un puente frente al que toparemos con la fachada, en piedra de istria, de alguna iglesia hasta entonces desconocida, en la que destaca aislado y dominador un esbelto campanile. Sí, Venecia sabe insinuarse, entreabir la medida de su secreto a aquel que se acerca paciente al fluir moroso de su tiempo e intuye el trajín de ese duende que se presiente vivaracho en sus rincones, pese al peso adormecido de los siglos, en los que puede rastrearse el paso de las generaciones; porque cada una de ellas imprimió su sello en el entramado inconcluso de la ciudad. Venecia aparenta no haber despertado de los sueños que fueron y por eso se la contempla como esa remota princesa adormilada en lo legendario.
Pero volviendo al hoy, sin duda, descubriremos la Venecia posible, la que reconoceremos en las pequeñas cosas, en sus momentos superfluos, esos, por ejemplo, en que agobiados por el calor buscamos refugio en un café de la Riva degli Schiavoni y nos deleitamos con una refrescante limonada, mientras a nuestro alrededor contemplamos el incesante discurrir de los paseantes, el deambular frenético de los camerieri o la guardia avizorada de los gondoleros, en tanto que dejamos que nos penetre capilarmente el crepitar tumultuoso de la vida veneciana, su trasiego incansable de hombres, pájaros y embarcaciones. En otro momento, buscamos el sosiego más recatado de un campo. En ese campo se asienta la fábrica extraordinaria de una iglesia; en su centro, el bronce esturreado de algún prócer; hay palomas, pocos viandantes, un árbol hirsuto, un vendedor ambulante de témperas y acuarelas. Entre su género acaso se encuentre alguna vista original de algún rincón reseñable de Venecia. Sobre el enlosado, protegidas por sombrillas, se arraciman las mesas de un restaurante, siempre dispuestas a acoger a algún indeciso trotamundos. Ocupamos una de ellas para comer una pizza, que es cuanto el turista puede permitirse con los precios que se barajan en la ciudad y que elevan a calidad de lujo lo más necesario. La comida no deja de ser frugal, pero verse envuelto en el entorno incomparable, lo vale. Son, en definitiva, esos pequeños momentos estelares del viajero , los que hacen a Venecia imprescindible.
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