Es el Conde-Duque de Olivares uno de esos personajes que mejor se prestan al estudio biográfico; basten como muestra esos dos verdaderos clásicos del género correspondientes a Marañón y a J.H.Elliot. Confieso haber leído las dos con verdadero interés, y eso que el personaje en un primer vistazo, matizado sobre todo por la fina sicología velazqueña, no suscita ninguna notaria simpatía. Marañón, en su biografía, más que al político estudia al hombre, mientras que la de Elliot destaca como el monográfico completo del historiador profesional.
Con la figura del Conde-Duque nos adentramos en esa España de la decadencia que nos solivianta con sus mustios sinsabores. Es el declive de un imperio que se muestra en toda su disolución y flaqueza. En la semblanza de un rey inepto, ninguneado por la voluntad del valido, parece condenado el destino de esa España que aún parecia engañarse con sueños gloriosos, que constituyen el alimento del que se nutre el quijotismo español. Parece ser que Olivares llegó a la política para cargar sobre sus hombros el rumbo de esa nave que ya marchaba a la deriva. Marañón nos lo retrata como el político de voluntad más firme y acaso de los más rectos en medio de una corte abatida en la disolución: un rey voluble, una nobleza desmoralizada, unos ejercitos batidos en muchos frentes, una sociedad corrompida en su propia naturaleza por los privilegios, y un pueblo empobrecido y tornadizo. Para Marañón el destino de Olivares vino dictado por su propio carácter; sucumbió a sus propios defectos; se disipó en el logro de sus ansias. Parece ser que murió con la cabeza algo trastornada, quizá secuela de haber obligado a su organismo a la tensión suprema, a la tarea de un Atlas que cargara sobre sí el sobrepeso del más vasto imperio hasta entonces conocido. Pero durante tales calendas, en verdad, España ya no era más que una caricatura de sí misma, y la emergente Francia exigía ceñir el laurel cesáreo sobre su testa; las astucias de Richelieu entretejían la urdimbre del poder y los ejércitos franceses vencían a unos viejos tercios anquilosados e inefectivos. La hora de España habia pasado. La única gloria que restaría es la que pintaría Luca Giordano en la gran escalera del El Escorial.
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