Una de mis visitas obligadas cuando recalo en Madrid, es el museo del Prado. Me gusta Madrid como turista; creo que no la soportaría si tuviera que vivirla cotidianamente, sometido a cualquier clase de disciplina laboral. El Madrid del sosiego vacacional resulta un enclave bastante más llevadero. En estos viajes, que suelen ser reiterados, acostumbro dedicar una mañana a visitar el "Prado". Creo que el Prado me enganchó desde una mañana, de hará lo menos cuarenta años, en que acompañamos hasta sus salas a cierta amistad que estudiaba en la politécnica, con la determinación de ayudarle a preparar un examen de Historia del Arte. Para mí, que había dejado mis estudios desmoralizado ante el fracaso escolar, aquella experiencia resultó bastante provechosa y volvió a convencerme de que una de las cosas que más me gustaba era estudiar. Pero estudiar esas materias que me aportaran algo, que ayudaran a formarme respecto de cierta valoración personal: pues el modelo humano al que yo aspiraba difería bastante del que consideraba la sociedad. Aquella mañana en el Prado, me puso en contacto con los grandes maestros, a los que hasta entonces solo había accedido desde los manuales escolares. Aquella fiesta de la proporción y el color anidó en mi corazón una recóndita esperanza, que ahora, auspiciada por los repetidos viajes, viene a ser una realidad. Traspasar el umbral de la ignorancia para saber interpretar un cuadro viene a formar parte de ese núcleo de aspiraciones que me incitan a acercarme paso a paso a las profundidades del arte.
Aquella mañana de hace cuarenta años recuerdo que me fascinó el Bosco y me inquietó Patinir. Constato que la impresión del Tiziano fue adversa; no me gustaron del todo sus colores: celajes de falsete y ciertas estridencias que no acabaron de complacerme. Es curioso cómo cambia el gusto y la opinión con los años. Velázquez y Rubens representaban el gusto oficial, al que no tenía nada que anteponer, salvo mi ignorancia. El Greco entonces me parecio un pintor de tristes cuadros religiosos. De entonces, recuerdo con simpatía un cuadro: El archiduque Leopoldo Guillermo en su galeria de pinturas de Bruselas, de Teniers. Aquel me pareció un cuadro osado, inquietante y lúdico. Me maravillaba ese planteamiento del cuadro dentro del cuadro. Por entonces me pareció uno de las obras más significativas del Prado. El artista no había pintado solo su propio cuadro, sino que para hacerlo había tenido que aplicarse en la técnica de imitar a grandes maestros, pues eran Tiziano, Tintoretto, Holbein, etc,en su amalgama, los que estructuraban el cuadro y presuponían su anécdota. En el fondo una maravillosa obra de sincretismo.
Y es curioso las vueltas que da la vida, pues diariamente contemplo esa misma escena palaciega del archiduque, sorprendido en esa instantánea feliz por el ojo del pintor, en la lámina enmarcada que cuelga de la pared de mi despacho. Porque con tales bagatelas he de conformarme, hasta que nuestro moderno destino errabundo me lleve nuevamente al Prado.
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