La otra noche echaron por televisíón el film Villa Cabalga, que tiene por mayor virtud la de representar una forma de hacer cine en el pasado. En realidad, es un Spaguetti Wenstern, rodado en España,con muchos de sus secundarios bien reconocibles por todos nosotros, y con reminiscencias evidentes de Los Siete Magníficos. Comparte con ese film, además de la ambientación, sobre todo su elenco, en el que sobresalen las presencias, ya lengendarias, de un velloso Yul Bryner, quien parece haber dejado a un lado, en pro de la coherencia, su caraterístico depilado, y un siempre efectista y efectivo Charles Bromson. Ayuda a crear una pátina más hollywoodiense el cooprotagonismo de Robert Mitchum, cuyo personaje constituye una réplica enriquecedora y sugestiva en el resultado final de la historia.
La imagen de Francisco Villa, Pancho para sus admiradores, se reviste para los no Mexicanos de una aureola legendaria. Para nosotros los españoles, es una suerte de José Mª "el Tempranillo" que logró acceder a las más altas instancias políticas. Tiene fama de aguerrido, de subversivo y de chuleador; todas ellas celebradas virtudes dentro de la idiosincrasia mexicana. Su gloria fue pareja a la de su correligionario Emiliana Zapata, figura a todas luces mejor tratada por el séptimo arte, que la realzó en el film de Elia Kazan, ¡Viva Zapata!, con soberbia interpretación de Marlom Brando. Tanto Villa como Zapata son efigies del panteón revolucionario de la América hispana, donde acaso la problemática que lanzó a estos dos hombres a la desaforada lucha revindicativa sigue latiendo. Hoy supongo que con ese PRI en el poder tantos lustros, partido que en tiempos remotos simbolizara la esperanza para México, el problema del justo reparto de la tierra sigue existiendo, a la vez que permanece el desequilibrio social, además de muchas de las circunstancias que decidieron a estos dos hombres del pueblo, Villa y Zapata, a alzarse en armas contra la oligarquía terrateniente. Pero el tiempo no pasa en balde, y las distintas épocas exigen soluciones distintas.
Villa y Zapata vivieron una época de convulsiones. Europa enfrentaba su primera Gran Guerra; en el este despuntaba el albor que constituiría el apogeo de las ideologías. Entonces el hombre aun se permitía soñar con la utopía, y propiciaba un mundo que se amoldara a su horma. Se vivía de pleno ese segundo acto de un proceso que comenzó con la toma de la Bastilla y la decapitación de Luis XVI; celosos gurus se adueñaron de la voluntad popular e hicieron creer en un orden perfecto creado por un hombre sacado de la imaginación de J.J Rousseau. Pronto la débil mecha prendió en la hojarasca de unos postulados en decadencia y se convirtió en hoguera. Y de ese yermo calcinado surgieron las sombras de Marx, Lenin, Trostki, abarcándolo todo, como mitos colosales que pintara Diego Rivera en sus murales e idolatrara Frida Kalho. Porque Villa y Zapata surgieron en un mundo donde todavía se creía que en política había grandes palabras: Libertad, Justicia; y heroicas gestas: revolución, y que valía la pena luchar y morir por ellas. Hoy, y en nuestros lares, tales hitos los hemos sustituido por la aspiración desengañada y conformista de la "sociedad del bienestar", otra entelequia por la que la mayoría de las veces no merece la pena ni vivir.
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