Confieso que no tenía una imagen concreta de Farinelli. Acaso habría visto alguna en algún museo, pero no la había retenido en la memoria. Por fin, tal imagen se precisó en un retrato conservado en una de estas graves instituciones, el museo de Bellas Artes de San Fernando, en la calle de Alcalá de Madrid.
De Broschi se han prefigurado distintas efigies de su personalidad, según el subjetivo parecer de cada uno de sus biógrafos. Se lo perfila como un hombre desbordado por su profesión, por la que no tuvo más elección que entregarse en cuerpo y alma. Desde niño, determinado por una nefanda amputación, vio sus pasos encaminados por los senderos del arte, de la música y, muy particularmente, de una clase de música que tuvo su apogeo en el siglo que le tocó vivir. Broschi fue el castrato por excelencia; por decir más, el más renombrado entre ellos. Por los testimonios que nos han llegado, fue el mejor formado y seguramente el de mejor calidad de voz. Sus condiciones innatas, la supresiones del bisturí y la tutela de Porpora hicieron de él uno de los acontecimientos más reseñables de su siglo.
En el retrato de la academia de Bellas Artes de San Fernando, se nos presenta el Broschi que cabríamos imaginar. Un ser delicado, inteligente, con cierto encanto femenil que creo las morbosas conjeturas sobre la ambigüedad de su sexo. Si fue sodomita, inclinación que debió darse en muchas de las víctimas de este lujo antinatural, lo fue abocado por una sociedad caprichosa y cruenta.
El retrato debió pintarse cuando Broschi recaló en España, de vuelta ya de sus éxitos internacionales, para aliviar la hipocondría de ese rey sumido en profundas depresiones: Felipe V. En el Aranjuez de bellos jardines cantaba Farinelli con la dulzura del ruiseñor, mitigando la penas que acongojaban el corazón de un monarca abrumado por la vida. Fue el único cantante que pudo sustraerse al fárrago de los teatros y convertirse en cantante de corte, un mecenazgo con el que aseguró su futuro el resto de sus días, hasta que la muerte cursó su indeclinable visita en Bolonia. En tal trance, no sabemos si Farinellí, consciente de esa voz que fue prodigiosa, cantó a la Parca, como al rey, una romanza exquisita para de esta manera ganarse el paraíso.
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