Se encuentra Camille Pissarro entre los fundadores del movimiento impresionista. Parece que bebió sus fuentes, junto a Monet, durante el exilio londinense originado por la guerra franco-prusiana de 1870. Allí tuvieron como referentes a Turner- ese precursor de tantas cosas- y Constable, dos concepciones que sentaron las bases de por dónde andaría el futuro de la pintura.
Se encuentra en Pissarro la influencia de ambos. En algunas notas del tratamiento del color-esto es obvio en su etapa londinense-, la de Turner; y en la elección del paisaje rural como el principal género a cultivar, la de Constable. Porque quizá sea en el paisaje donde consigue Pisarro sus mejores logros. Ese paisaje de Louveciennes, de Pontoise o de Eragny, que le aportaron la luz y el color necesario para transformarlos en vida, vida de una sensibilidad a flor de piel.
Es en el paisaje donde el espíritu de Pissarro afronta su desarrollo más culminante, en una trayectoria que lo identifica con ese momento en que cada paisaje expresa su latir, el presentimiento de esa voluntad que define su apariencia. Espíritu y obra convergen en ese punto decisivo por el que debe transparentarse la verdad, la razón pictórica y la razón humana.
No buscó Pisarro la fascinación de los paisaje apabullantes de las regiones exóticas, como pudiera significar el antecedente de un Church, sino que acudió, en busca de una belleza distinta, a la Francia más provinciana. Paisajes roturados donde se deja sentir una huella humanizada, de vergel cuidado, de edén que ha pasado inadvertido por el transcurso rutinario e indiferente de la cotidianidad. Allí Pissarro busca la era solitaria y abrasada por el peso del sol, los campos acabados de surcar donde aún se advierte una mula de labranza, el esplendor de un granado florido, la encrucijada de un camino en un momento cualquiera del día; en definitiva, un lenguaje que nos enfrente cara a cara a esa verdad que determina todo arte. Nunca como en Pissarro el paisaje se mostró como trasunto del alma del hombre, de sus ánimos, de sus mudanzas. Como en ésta, a través de su canon el paisaje late en lo absoluto, entre el sarpullido del color, el reverbero de la luz y el tiempo detenido como una sombra posada. Aunque, de repente, también puede encontrarse al hombre, a quien no olvida, camino de la labor, detenido en un sendero, en el pescante de una carreta que avanza macilenta, o sorprendido cosechando o tal vez rezando, émulo de esas figuras extáticas del "Angelus, de Millet.
En Pissarro, el paisaje dejó de ser una referencia para convertirse en una búsqueda de si mismo. Si no, ¿adónde conduce ese sendero incierto que se adentra en el misterio de ese bosque otoñal de Marly, siguiendo el trayecto de dos figuras indeterminadas, tal vez labradoras de regreso a su cabaña u ociosas burguesas disfrutando de una jornada campestre?
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