No comprendía el juicio poco favorable sobre Antonio Rafael Mengs, un pintor tan correcto como brillante. Había seguido su obra por los museos y palacios de España, especialmente en el Prado y La Granja. Todo lo acreditaba como un pintor de corte a tener en cuenta, hasta que hace unos días me situé en el rincón de la sala donde cuelgan sus pinturas, en el museo del Prado. Por tres flancos diferentes me contemplaba la regia familia española coetánea del pintor. Eran Carlos III y los suyos. Algo habia en todos ellos que llamaba mi atención, no exenta de suspicacia. Me observaban con majestad de iconos desde la superficie bidimensional del cuadro. Las figuras representadas aparentemente eran distintas; se les podía adjudicar una personalidad propia, definida; sin embargo, había algo, aparte de los signos del parentesco, que los hacia converger. Todos presentaban la misma pose, la misma actitud, la misma capciosa sonrisa, risueña y afable, que se volvería standard desde los tiempos emergentes de la fotografía. Eran, sí, variados personajes en género y número; pero sólo en lo superficial, en la máscara, parecían distinguirse uno de otro: todos parecían participar de una misma alma, una única verdad, por lo demás anodina. Constituían, al primer vistazo, un solo personaje; eran seres distintos, pero unánimes en espíritu, en expresión. Sus ojos sólo miraban hacia afuera, carentes de profundidad, y únicamente dejaban transparentar su apostura y compostura regia, aquello que debia oficialmente saberse de ellos.
Solo un retrato difería en personalidad y ánimo del resto: era el del propio Antonio Rafael Mengs.
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