El pulso del desaliento

El pulso del desaliento
Como una esquirla de dolor
rasgó la luz el día. El canto
de los pájaros quebró el tamiz 
de su cristal liviano. La noche
se ha desvanecido lentamente.
Irradia macilenta la luz de las farolas.
Por el agobio de las calles estrechas
el rastro sinuoso de un borracho
que, tácito, conversa
con las sombras de su ego. 
Una ambulancia. La cisterna de riego.
Sombríos los contornos de los pinos
que bordean el paseo sin gentes
de la Alameda. Ya sin agua las fuentes, 
las calles desoladas,
el viento seco del verano,
la voluntad dormida.
Por la ventana entreabierta
apenas corre el aire, irrumpe
el rugido de una moto atronante
que explosiona su vientre de tormentas
hasta disolverse en el silencio de piedra.
Sobre el papel rayado
discurre renqueante
el pulso desfogado del poeta;
sin flujo el corazón, muerta la letra.
La noche ya carece de razones,
el día ya baraja distintas conclusiones.

Vislumbres de Alejandría

El verano pasado constituía para mí una delicia acudir a la playa durante la mañana aún temprana y, antes del baño, leer un capítulo de la última novela de Christian Jacq sobre Cleopatra. Su lectura resulta amena, aunque algo endeble para un lector acostumbrado a obras algo más sólidas. No puedo negar que el antiguo Egipto despierta en mí durante los últimos tiempos una decisiva fascinación. Leo con placer cuanto cae en mis manos referido al viejo imperio de los faraones, esos señores de las dos tierras que edificaron una civilización tan contundente que perdura asaz vigorosa y actual como fuera en su tiempo.

El rumor de las olas parecen traernos las exóticas brisas de Alejandría, la ciudad fastuosa que alumbró como un faro el mundo antiguo. Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro el grande, fue la corte imperial de los Ptolomeos, que tras la desmembración del inusitado imperio alejandrino, su fundador, Ptolomeo Lago, asumió la doble corona del inveterado imperio. Durante mucho tiempo fue la joya de oriente, caducos ya los viejos esplendores de Babilonia o Susa. El primer Ptolomeo, capaz general con Alejandro, que compartía con su rey el favor hacia la cultura, y al igual que éste se rodeo de hombres sabios y destacados artistas, hizo lo propio por revestir de esplendor su corte alejandrina. En esa ciudad que iba creciendo con una doble faceta greco-egipcia, el gran Ptolomeo fundó el Museion, que constituiría el germen de lo que sería la universalmente admirada y envidiada Biblioteca de Alejandría.

Cabe admitir que este nuevo imperio tpolemaico constituye un apéndice en la historia de Egipto. Pese a los esfuerzos que hicieron los griegos, a partir del mismo Alejandro, de asumir la mitología y tradiciones del remotísimo imperio, no pudieron nunca olvidar su origen y ese vigor cultural helénico que abarcó todo el orbe.  La corte siguió pronunciándose en lengua griega, esa manifestación del poder dominante que, hasta el fin, prevaleció a la exótica simbiosis de las dos culturas. La riqueza de Egipto mantuvo un longevo gobierno de sucesores del lágida, hasta que las águilas romanas redujeron a provincia el imperio milenario. Es curioso que en la trayectoria de la corte ptolemaica destaquen sobremanera para la historia su fundador, el poderoso diádoco Ptolemeo Lago y la última representante de la dinastía: Cleopatra VII, cuyo ordinal no avisa de que existieron seis reinas anteriores con el mismo nombre. Pero la VII indudablemente es la que nos llena de fascinación. Era Cleopatra una reina de evidentes virtudes, acaso una mujer hermosa, joven, culta(hablaba al menos 6 o 7 idiomas, entre ellos el egipcio antiguo) y a la que no le faltaba facultad y ambición política. Se alió a César, sabiendo mantener indemne la vieja grandeza egipcia , y apostó por Marco Antonio en lucha con el poder absoluto de Roma. Nos sigue conmoviendo la grandeza plutarquiana de su muerte.

Cuando vuelva a la playa este verano, no olvidare concluir la evocadora novela de Jacq y dirigiendo la vista hasta el horizonte marino, soñaré acaso con esa lejana ciudad legendaria, que con versos tan nobles e inspirados evocó Cavafis.

El veneno de los días. poema

Quiero escupir el veneno de mis días,
demoler ese peso secreto que me abruma.
En la fecundidad del recuerdo,
fui derribado por el rayo
y abrasado por su herida,
y todo el lastre de las sombras habitó mi casa.
La certidumbre se tornó confusión,
el vigor de la vida se secó;
de la fuente del gozo ya sólo
fluyeron aguas de culpa y desolación.
Quiero desuncir ese yugo que desde entonces me atenaza,
que como un extraño designio
su albur en el camino traza.
Dime cómo abolir  la sentencia
ominosa de mi degradación.
Dime como taladrar el corazón del mundo
y rescatar de su entraña la esperanza.
Porque arrancaría todas la nubes de tormenta
de los cielos inciertos y amenazantes,
tras cuyo velo de meteoros
se oculta del sol la pureza de sus rayos.
¡Dónde, Señor, esa espada invencible
que como guiada por el brazo de Sigfrido
pueda inmolar con su filo el vientre infecto del  dragón?

ATORMENTADA TIERRA, DE STEINBECK

He leído con placer una vieja novela de John Steinbeck, "Atormentada tierra". La novela es un mesurado western, con muchos de los ingredientes que dignificaron el género, pero sin la sazón de esa violencia artificiosa y gratuita con que lo retrató el cine. La novela es una novela del hombre y de la tierra; de amor a ésta, penetrando hasta las más profundas raíces con un alcance casi metafísico. La identificación del protagonista con sus desconocidas fuerzas naturales le confiere cierto aspecto ancestral. La fuerza, casi mágica, que dimana del entorno me hace recordar la atmósfera misteriosa de naturalismo romántico de Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë. La extensiones, sin embargo, son las de América, una vastedad mítica cuyo profundo espíritu exige de los hombres no solo la ofrenda de su labor, la esencia de una vital entrega, sino hasta el último de sus sacrificios. Joseph Wayne, en última instancia, deberá inmolarse para que la tierra devuelva sus dones al hombre. Novela digna de ese maestro de lo humano, que alcanzó su cumbre con "Las uvas de la ira".

EL MOMENTO DECISIVO DE CRISTIANO RONALDO

EL MOMENTO DECISIVO DE CRISTIANO RONALDO
El árbitro coloca el balón
en el punto supremo.
Cristiano restriega con sus manos
la cara  para librar sus miedos.
La responsabilidad pesa como una losa,
con todo un lastre de adversidad o de muerte,
aunque él acostumbre a llevar
sobre sus hombros la gravedad del triunfo.
Cistiano reconoce el momento
de madurar su gloria,
de redondear el perfil envidiado
de ídolo rutilante del panteón bolompédico.
Por eso recoge el balón,
lo sopesa con reflexivo ademán,
tantea su escurridiza esferidad
y lo vuelve a posar sobre el punto penal.
Mira al arquero; lo ve vacilar.
Eso es lo que él quería: sembrar ansiedad.
Ronaldo estima su fama de goleador letal,
de esquivo ariete,
de delantero crucial.
Lo adornan todas las gracias
del olimpo deportivo, un cuerpo
cultivado de perfecto gladiador:
imparable en la carrera,
en el regate, veloz; duro en el remate;
mortífero en el gol.
Tropezará defensa férrea,
pero inocua a su acelerado driblar.
¡Qué blando en la vaselina,
qué duro en el culminar!
Ronaldo espera del árbitro cuándo decidirá.
Por fin, escucha el incisivo silbar.
Prepara la carrerilla; observa
al portero pivotar. Su astucia de crack
consigue al guardameta burlar.
Cuando el cuero golpea,
ya intuye la red que alcanzará;
sin embargo, la bola describe
un trayecto escorado; el efecto
la tuerce y golpea en el palo.
Ronaldo comprende que el canto de bota
labró su derrota, que ya es todo consumado,
que el hado al fin le ha abandonado
De su cabeza ha huido el laurel de la gloria,
y sus labios resecos y amargos, huérfanos de victoria,
ya no paladearán el néctar de la ambrosía celestial.
Siente terror de no volver a ser el Number One

Migaja ardida de amor

Migaja ardida de amor
Cuerpo de arcilla, voz tatuada,
hasta mí llega el eco de tu anhelo.
¿Acaso en el rescoldo amargo
del silencio aún queda un sentimiento?
El mar te trajo a la orilla del deseo
como un olvidado aroma muerto en el tiempo.
¿Aún queda una caricia en el mundo,
el rumor de un beso encendido de promesas?
El mar era testigo y los rubores de la tarde,
la brisa traía la fecundidad de un polen
de remotas extensiones, una certeza de marinos parajes
encontrándose en la reunión de una esperanza.
¿Aún quedan en el corazón los pétalos fragantes de la rosa?
¿Podrá surgir un presentimiento de alma estremecida?
¿Regresarán los pasos al camino extinguido
y renacerá en las ramas otoñales el esplendor de un hoja?
Cantarán los azules candentes de la tarde;
su plenitud no tolera la pincelada de la bruma.
El sol derramará su fragor sensual
sobre la piel enardecida
 y en el hogar de tu abrazo
mi dolor precipitará su sacrificio de lágrimas.
¡Migaja ardida de amor,
secreto de coral y espuma
que no devorarán las fauces lacerantes del olvido!

El misero beso de Judas

La araña entreteje su tela,
la sierpe sinúa silbante,
la fiera relame sus fauces
con la sangre devorada..
La sombra se cierne inquietante,
sus verdugos un precio demandan.
¿Estará mi suerte ya echada
y la mejilla entregada
al misero beso de un Judas?

VIGENCIA DE FEDERICO GARCÍA LORCA

Nadie pone en duda que Federico García Lorca es uno de los iconos de nuestra moderna literatura. Podría decirse incluso que representa uno de los mitos más relevantes de nuestra controvertida "memoria histórica". Y debido  a esta circunstancia conservamos del poeta una visión sesgada y, tal vez, incluso deformada.
Lorca fue una de las víctimas más notables de nuestra guerra civil, debacle histórica cuyas heridas nuestra patria no acaba de restañar. Su vorágine se tragó muchos hombres de valía en uno y otro bando. Y al poeta le cupo constituirse en el mártir de la República, víctima de esa miserable guerra sucia que se llevó a cabo por una y otra parte. Triste es reconocer que la de España, como tantas otras, no fue una guerra noble, sino una encrucijada de odios donde se destaparon las lacras más nauseabundas del ser humano.

Victima, pues, de esta furia cainita fue inmolado, acaso, el más alto exponente de nuestras letras; según se cuenta, masacrado en una cuneta próxima al barranco de Viznar. Del paradero de sus restos, nada se sabe con certeza.

Desgraciadamente, en los últimos lustros esta es la circunstancia del poeta  más recurrentemente estudiada por historiadores y biógrafos. Con seguridad abundan menos los estudios críticos y filológicos de su obra, donde quizá resida la parte más esencial para la posteridad del genio de Fuentevaqueros. Porque Lorca sin duda ocupa un puesto señero en nuestras letras, por la personalidad de su obra y la originalidad de su voz. Pocos son los poetas creadores de un mundo poético tan genuino y vigoroso. Por eso quizá su poesía no ha dejado escuela y se nos presenta como un diamante de aristas y planos perfectamente acabados, completo en sí mismo.

Uno de los responsables de la latente curiosidad por el asesinato de García Lorca es, qué duda cabe, el hispanista irlandés Ian Gibson, que en su ensayo sobre las vicisitudes del crimen, destapa y tira de los hilos
de aquellas circunstancias que hasta el momento permanecían encubiertas, así como la identidad de algunos de los responsables. Hoy puede decirse que cada uno de los pormenores han quedados develados y demarcadas las responsabilidades. Convendría, acaso, volver a ese otro Lorca, al Lorca vivo, al poeta sin parangón, tanto lírico como trágico, que nos dio esa obra de referencia para todo aquel que quiere conocer la poesía española del pasado siglo. Nos mueve conocer a ese Lorca joven de la Residencia de Estudiantes, al que sublimó lo popular en el Romancero gitano,  suturó la llaga de ser hombre en su Poeta en Nueva York, y redescubrió la tragedia Ática en su tierra andaluza. A ese Lorca de la más bella elegía, en su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. En definitiva, al Lorca vivo, que nos sigue hablando en la magia de sus obras.

Gracias Gibson por la edición en bolsillo de tu libro VIDA, PASION  Y MUERTE de Federico García Lorca.

El estanque inglés











No volverán los tordos esta primavera.
El estanque de agua serena
apenas reverbera bajo la leve
sombra de su vuelo veloz.
Ese estanque del recuerdo fugaz
pero que va conmigo, idílico,
de cobre irisado la superficie
que no llega a besar
la indolente fronda del sauce llorón.
El estanque retenía
la meliflua melancolía
del verano inglés.
La tarde risueña decaía
como párpados soñolientos
cansados de mirar su solaz,
el matiz anaranjado de las hojas
que desprende el sauce
sobre las aguas de cristal .
El cielo debía ser azul,
rasgado por alguna nube
desmadejada y algún tornasol.
Ese estanque era la vista
monótona y exquisita
que observaba el mirador
del viejo castillo seudomedieval.
En sus estancias innúmeras
habitaba un lord
que cansado del mundo
solo quiso ver
esas aguas mansas
junto al sauce inmóvil
que aguarda el vuelo
de esos fieles tordos
que esta primavera ya no volverán.