El verano pasado constituía para mí una delicia acudir a la playa durante la mañana aún temprana y, antes del baño, leer un capítulo de la última novela de Christian Jacq sobre Cleopatra. Su lectura resulta amena, aunque algo endeble para un lector acostumbrado a obras algo más sólidas. No puedo negar que el antiguo Egipto despierta en mí durante los últimos tiempos una decisiva fascinación. Leo con placer cuanto cae en mis manos referido al viejo imperio de los faraones, esos señores de las dos tierras que edificaron una civilización tan contundente que perdura asaz vigorosa y actual como fuera en su tiempo.
El rumor de las olas parecen traernos las exóticas brisas de Alejandría, la ciudad fastuosa que alumbró como un faro el mundo antiguo. Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro el grande, fue la corte imperial de los Ptolomeos, que tras la desmembración del inusitado imperio alejandrino, su fundador, Ptolomeo Lago, asumió la doble corona del inveterado imperio. Durante mucho tiempo fue la joya de oriente, caducos ya los viejos esplendores de Babilonia o Susa. El primer Ptolomeo, capaz general con Alejandro, que compartía con su rey el favor hacia la cultura, y al igual que éste se rodeo de hombres sabios y destacados artistas, hizo lo propio por revestir de esplendor su corte alejandrina. En esa ciudad que iba creciendo con una doble faceta greco-egipcia, el gran Ptolomeo fundó el Museion, que constituiría el germen de lo que sería la universalmente admirada y envidiada Biblioteca de Alejandría.
Cabe admitir que este nuevo imperio tpolemaico constituye un apéndice en la historia de Egipto. Pese a los esfuerzos que hicieron los griegos, a partir del mismo Alejandro, de asumir la mitología y tradiciones del remotísimo imperio, no pudieron nunca olvidar su origen y ese vigor cultural helénico que abarcó todo el orbe. La corte siguió pronunciándose en lengua griega, esa manifestación del poder dominante que, hasta el fin, prevaleció a la exótica simbiosis de las dos culturas. La riqueza de Egipto mantuvo un longevo gobierno de sucesores del lágida, hasta que las águilas romanas redujeron a provincia el imperio milenario. Es curioso que en la trayectoria de la corte ptolemaica destaquen sobremanera para la historia su fundador, el poderoso diádoco Ptolemeo Lago y la última representante de la dinastía: Cleopatra VII, cuyo ordinal no avisa de que existieron seis reinas anteriores con el mismo nombre. Pero la VII indudablemente es la que nos llena de fascinación. Era Cleopatra una reina de evidentes virtudes, acaso una mujer hermosa, joven, culta(hablaba al menos 6 o 7 idiomas, entre ellos el egipcio antiguo) y a la que no le faltaba facultad y ambición política. Se alió a César, sabiendo mantener indemne la vieja grandeza egipcia , y apostó por Marco Antonio en lucha con el poder absoluto de Roma. Nos sigue conmoviendo la grandeza plutarquiana de su muerte.
Cuando vuelva a la playa este verano, no olvidare concluir la evocadora novela de Jacq y dirigiendo la vista hasta el horizonte marino, soñaré acaso con esa lejana ciudad legendaria, que con versos tan nobles e inspirados evocó Cavafis.
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