Lo encontraron muerto en la garita. Lo descubrió el relevo de las cinco. El cabo guardia advirtió las largas piernas asomando sobre la tierra húmeda, mientras el cuerpo quedaba oculto en el angosto recinto, enfundado en el grueso abrigo colectivo, yaciendo sobre un charco de sangre. Se había descerrajado una bala de cetme bajo la mandíbula, que le había atravesado la cabeza, con salida por la región occipital. El cabo Badillo había maldecido, y soliviantado corrió hasta el cuerpo de guardia, en busca del sargento. Gesticulaba ante el suboficial, reiteraba: "¡Se ha matao! ¡El chivo se ha matao!"
El soldado muerto se llamaba Martín Duréndez Anchón, y pertenecía a la segunda compañía del regimiento del Príncipe. Cumplía sus primeros servicios en el cuartel, tras su reciente incorporación desde el centro de adiestramiento de reclutas del Ferral.
El sargento Galindo, ciertamente aturdido, sentenció: "Badillo, no toquéis nada", y salió precipitado del cuartel en dirección a la residencia de oficiales, donde el mando pertinente cumplía como mejor podía su jornada de servicio. El teniente Bermúdez no dormía, pegado a su radio portátil escuchaba el programa de transición musical que precede a las noticias de la 7 am. Galindo golpeó levemente la puerta con los nudillos y accionó en seguida el picaporte, entrando en el cuarto emitiendo la usual frase protocolaria: "¿Da usted su permiso, mi teniente". "¿Sabe qué horas son, sargento?", espetó Bermúdez. "Mi teniente, hemos tenido una baja. Un novato se ha volado los sesos", expresó Galindo, consternado. "¡ Qué me está diciendo!", se alarmó el teniente ."Ha sido en el puesto de Pumarín, se ha disparado con el cetme", precisó Galindo. "Coño sargento, si en Pumarín nunca pasa nada. ¿Y qué carajo hacía el cabo guardia...? " Lo descubrió cuando hacía el relevo", informó el sargento. "Pero un disparo, Galindo, lo oyen hasta los muertos" "No sé, mi teniente, estoy sorprendido como usted. Nunca se espera uno una cosa como ésta". "¡Habrá que dar parte al coronel!"-renegó el teniente y apostilló: "Estas cosas llegan hasta capitanía".
El teniente Bermúdez temía llegar con semejante patata caliente al despacho del comandante, por eso había preparado el camino telefónicamente advirtiéndole de que había surgido un asunto urgente que debían tratar aquella misma mañana. El comandante, con la despreocupación propia de los superiores, no quiso indagar sobre la naturaleza del asunto. Tomaba el desayuno junto a su esposa, mirando caer la lluvia insistente que enturbiaba el ventanal de su casa, en la calle Uría. "¿Quién te ha llamado, querido", indagó la mujer. "El coñazo de Bermúdez, siempre viene con embrollos y naderías". "¡Qué ganas tengo de que me asciendan para no tener que tratar con cierta gente!"
Cuando Bermúdez entró, reciente aún el toque de diana, en el despacho del comandante Álvarez Castro, éste ultimaba unos asuntos con el brigada Cascales, cuya adscripción a intendencia despertaba algo más que reticencias en Bermúdez. Bermúdez se cuadró y saludó, con disciplinada subordinación. Alvarez Castro despidió al brigada, y mientras se retocaba la corbata frente a un pequeño espejo de pared, interpeló: "¿Que se lleva entre manos Bermúdez...?¡Tengo que ver al coronel! " "Mi comandante - aserió el rostro el teniente-, un soldado de segunda clase, perteneciente a la 2ª compañía, se ha suicidado". "¿Como sabe que se ha suicidado?", interrogó Álvarez Castro. "Bueno, mi comandante, se ha quitado la vida disparándose con el cetme reglamentario". "¿Y dónde ha sido?" "Mientras cumplía la guardia en Pumarin". "Y ¿quién le dice a usted que no lo hayan asesinado? O tal vez solo se trate de un accidente". "Mi Comandante, no hay indicios de ello", se excusó Bermúdez. "¡Habrá que investigar!"- repuso Álvarez Castro- "Esto no le va a gustar nada al coronel, y menos en los tiempos que corren. Los politicastros de Madrid quieren dinamitar el régimen, y las negligencias como ésta no ayudan en nada a frenarlos. Retírese Bermúdez, el asunto queda de mi cuenta. Avise al Capitán Rueda que le espero en mi despacho".
Rueda era el típico militar de academia, graduado con mención honorífica y con todas las papeletas para cumplir con una carrera meteórica y ascendente. Llevaba con prestancia el uniforme, que se ajustaba a su cuerpo como los del grupo de operaciones especiales. Su mirada escrutadora, se ensombrecía bajo la visera de la gorra, algo ladeada, sobre las que deslumbraban tres relucientes estrellas de seis puntas. Alvarez Castro le encomendó que se ocupara personalmente de aquel desagradable asunto. Había que depurar responsabilidades y encauzar la cuestión de la forma menos comprometedora para el regimiento. Un cadáver entre las manos siempre daba mala espina y era contraproducente para la moral de la tropa.
El capitan Rueda sabía lo que se traía entre manos; actuaba con una pulcritud policial. Bajo su supervisión se levantó el cadáver, y envuelto en las ajadas mantas del cuerpo de guardia, fue sacado con sigilo del cuartel en un vehículo de servicio. Los labios de los soldados pertenecientes al retén fueron sellados con amenazas de arrestos y rescisión de permisos, el teniente Bermúdez arrestado a banderas, y el sargento Galindo y el cabo Badillo relegados a cocinas. Sobre el soldado Martín Duréndez se anunció durante la lista de retreta que había sido trasladado a otro destino. Se levantó un confuso ronroneo entre la tropa, que aplacó el sargento de semana a la orden de: ¡Firmes, ar!
Cuando se rompieron filas nadie exclamó el jubiloso: ¡Aire!
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario