La muerte de Alejandro
Sé que la fiebre es alta: me hace delirar. No reconozco el lecho donde yazgo, pero sé que allí fuera palpita Babilonia, con sus calles transitadas, su mercados bulliciosos, sus palacios y sus cloacas. Sí, la frente me arde, y mis ojos se nublan; solo distingo sombras entre quienes me rodean. Deben ser ellos, los que siempre estuvieron avizores por verme hincar la rodilla. Me cercaban como alimañas cuando caía herido en la batalla; sé que ya entonces deseaban repartirse mis despojos. Me siguieron como una jauría sumisa mientras yo lo les proporcioné la meta de sus ambiciones. Entonces eran como halcones sobre el brazo del gran cetrero, dispuestos a abalanzase como saetas sobre la caza, sobre los ejércitos numerosos. Acatando mis dictados, los límites del mundo se achicaron, todos los pueblos se plegaron al yugo de Macedonia. La inexpugnabilidad de la falange desbarataba todas las estrategias. Fue un sueño que ni mi padre pudo nunca imaginar; su ambición se hubiera conformado con las arcas del gran rey. Jamás hubiera osado rebasar las montañas orientales, adentrarse en sus impenetrables selvas, acampar en los fértiles valles de los grandes ríos; jamás hubiera imaginado el otro mar por donde el sol despierta. Pero todo esto parece ya lejano; lo único real es mi cuerpo postrado, los dolores, la fiebre, las llagas; las piernas debilitadas que apenas pueden ya mantenerme en pie. Oigo voces, como si resonaran confusas bajo una bóveda. Noto el contacto de médicos y chamanes; siento las punzadas de sus estiletes en mi vientre, sobre mis venas; el olor de los ungüentos se entremezcla con los del sudor copioso, mis vómitos y mis heces. Sí, fuera late la vida de la mítica Babilonia. Durante un tiempo yo fui su Dios: desde Egipto a Ecbatana me adoraron con la propia docilidad oriental. Ahora aguardan mi muerte para desterrarme de su panteón. Marduk y Amón sintieron celos de Alejandro, y acaso para vengarse han tramado este castigo. Hay sombras que vienen y van; se escucha el roce metálico de las armaduras, sus voces susurrantes. Sus cuerpos se inclinan y auscultan en mi agonía la proximidad de la muerte. Cuchichean cómplices contraseñas que no entiendo. Adivino las turbias imágenes de Seleuco y Antígono. Ahora es Casandro el que ha entrado. A mi izquierda se arrodilla Tolomeo Lago. ¿Y Hefestión? Ah, a Hefestión se lo llevó la parca, esa que ahora se insinúa tras los cortinajes. ¿Y aquellos dos, no son Clito y Parmenio? Esto debe ser la muerte. Alguien me ha arrancado el anillo. Una mano pétrea se aferra a mi garganta. ¡Olimpia! ¡Roxana! Ya está.
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