Era obvio que el cabo Badillo dormía profundamente en la litera cuando se produjo el disparo. Esto bastaría para empurarlo. Según él, no oyó nada, como tampoco lo hicieron el resto de los componentes de aquella guardia. Quedaba claro que callaban por temor o solidaridad. Nadie quería verse involucrado en tan turbio asunto. Ante la ausencia de testimonios no había forma de probar si aquel disparo fue voluntario o fruto de un lamentable accidente. Bermúdez y Galindo estaban in alvis, pero les había tocado el mochuelo. Galindo juraba que no conocía al soldado, que apenas había reparado en él al montar aquella guardia en la fría mañana invernal. A Rueda no se le escapaba que le tocaba indagar entre los mandos de la segunda compañía para sacar algo en claro, interrogar a cualquiera que pudiera detallar un informe sobre el recluta Duréndez.
Los primeros indicios sirvieron para establecer un primer retrato robot sobre la personalidad del soldado. Se supo que había pasado desapercibido en la compañía; respondía a las características propias de joven gregario, retraído y silencioso. Su suboficial, el sargento Ruano, lo catalogaba como uno de esos reclutas que, pese a los tres meses de campamento, aún siguen con la berza, son remisos en el cumplimiento de las órdenes, pierden habitualmente el paso durante la instrucción y parecen negados para afrontar la pista americana. "No niego, dijo, que en algún momento tuve que reconducirlo a la disciplina. Se necesita cierta dureza para enderezarlos." Rueda comprendió enseguida, familiarizado como estaba con los métodos de los chusqueros. Estaba claro que el soldado Duréndez había padecido las bravatas de Ruano, hasta un punto que acaso hubieran vulnerado su amor propio. Pero todo ello era corriente, menudencias de cuartel, trapos sucios con los que trapichean mandos y soldados. Ruano saludó al capitán con su habitual desdén chulesco y se marchó. Rueda persiguió el deslizarse de sus botas mientras se encaminaba tras él a la segunda compañía. El capitán aprovechaba las horas de instrucción de los soldados en la explanada para que sus pesquisas resultaran lo más discretas posible. Al traspasar la entrada de la compañía, el ujier de servicio en la puerta vociferó: "Compañía, el capitán.". Una luz tenue filtraba por los anchos ventanales rematados en ojiva y por cuyos cristales resbalaba la lluvia. Rueda advirtió la presencia de algunos soldados inhabilitados por baja médica que, tras el saludo reglamentario, se guarecían tras las literas como bajo un caparazón. El capitán con una llave proporcionada por el cabo furriel se abrió camino entre éstas hasta la taquilla del soldado Duréndez. Introdujo la llave en la cerradura y abrió de par en par. Examinó el interior sin saber bien lo que buscaba; en cualquier caso, esa razón última que no estaba seguro de encontrar. Advirtió en aquel espacio estrecho y umbrío sobre todo desorden, ropa amontonada con negligencia, con esa negligencia fruto del desinterés, de la provisionalidad. Descubrió sobre la leja los productos de aseo y un conjunto de libros amontonados. Ni una foto de mujer, ni siquiera un pequeño calendario porno. Hojeó los títulos de los libros con interés, convencido de que la índole de éstos le proporcionaría alguna pista decisiva. Le sorprendió la enjundia de aquellas obras; había títulos de Nietzsche, Hesse, Rimbaud. Cuando se disponía a posarlos de nuevo en la leja, un papel doblado se precipitó al suelo. Era un hoja de bloc escrita por ambas caras; su contenido, una dolorosa carta de amor no correspondido. El descubrimiento le pareció de sobra esclarecedor al capitán, de modo que desistió de proseguir con la inspección y ordenó al cabo furriel que preparara un petate con todas las pertenencias del soldado Duréndez.
Rueda ya maduraba que la verdad podría ser demoledora, cuestión que vinieron a confirmar los testimonios de algunos soldados que mantuvieron alguna relación con el difunto. Todos coincidieron en considerarlo un carácter extraño, bastante insociable, que se aislaba en el hogar del soldado apurando cubatas en cantidad y abstraído en pensamientos que nadie a su alrededor pudo desentrañar.
Paso a paso las probabilidades de que aquella muerte brutal se debiera a un suicidio se iban consolidando. Pero Rueda ya entreveía con lucidez aplastante que tal evidencia no beneficiaba a nadie, ni a sus padres, que no hallarían jamás consuelo, ni a los oficiales de guardia aquella noche, que verían emborronada su hoja de servicio, ni al mismo regimiento, cuyo historial quedaría mancillado por la huella de aquel luctuoso incidente. Cuando regresaba a la residencia de oficiales aquel ocaso lluvioso, ya sabía lo que expondría a la mañana siguiente en el despacho del coronel Arce de Haro: la resolución inapelable de que la muerte del soldado Duréndez había acaecido por un desafortunado accidente fortuito. Capitanía se encargaría luego de comunicar el parte al juez instructor.
FIN
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