La confrontación entre oriente y occidente es una oposición secular, por no decir milenaria. La configuración del mundo se ha forjado a través de éste antagonismo. Nuestras delimitaciones se zanjaron en el fiasco de Roma frente a los partos, y en la caída de Constantinopla; las suyas hicieron aguas en Lepanto y todo lo que vino después. Oriente nos fascina o nos abomina. Peregrinamos a él en busca de un sustrato que nos falta, un paroxismo de los sentidos o una respuesta contemplativa del cosmos. Alejandro llevó a oriente .la mesura aristotélica y su fundamento lógico, pero sucumbió ante la vastedad esteparia de lo imprevisible.
En España este dilema no nos es ajeno. La España de la tres culturas es una realidad incontrovertible.
Aun rumiamos las razones de don Julián, pero nos extasiamos ante el patio de los Leones de la Alhambra. Nuestra sobriedad goda, suspira por el sueño de Al Andalus. Nuestra vigilia maneja los conceptos de occidente, pero siempre intenta distraerse en el ensueño de oriente. El oriente en verdad es muy vasto, pero nuestra primera referencia lo circunscribe al islam. Nuestra postura hacia él es ambivalente. Consiste en una mezcla de admiración y fobia. Nuestra memoria histórica no puede olvidar la fricción degradadora de cinco siglos de reconquista, ni las razias de Barbaroja ni a la inclemente berbería. A pesar de ello, tal oriente alienta nuestro concepto de aventura, y hacia él escapan nuestras ansias de trascender la vida envarada de occidente, sujeta a convenciones y mezquindades. Quienes persiguieron la libertad no pudieron eludir su hechizo: Byron, Doughty, T.E.Lawrence. No podemos obviar, pese a la renuncia, que en el oriente resida el sustrato de nuestra cultura. No existe la antigüedad sin Sumer, Asiria, Babilonia, Egipto. Este fue el principio, un origen que no podemos olvidar y al que obligadamente tenemos que volver. ¿Acaso porque entre el Tigris y el Eufrates se encontraba el Paraíso?
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